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domingo, 17 de marzo de 2024

© Para matar a un androide (Cuento de Frank Ruffino).

 


Con sus «sí señor» a todo, ese caluroso principio de enero el recién adquirido androide doméstico había colmado la paciencia de este cristiano, al punto de maquinar lanzarla a puntapiés por el balcón mientras ella limpiaba el piso de mármol granito. Pero pronto aplaqué mis instintos, de sólo calcular se me recargarían todas las labores de casa siendo imposible dedicar la mayor parte del tiempo a desarrollar mis aficiones más queridas.

Hacia finales de mes, ingenuamente pensé que para matar a un androide debía humanizarlo a través de emociones complejas, tales como el amor y sus atributos. 

Las primeras sesiones no fueron entendidas por mi fembot (y ahora creo, ni yo mismo), a quien bautizaba con el nombre de Scarlett, según yo, a manera de homenaje a la musa de Woody. Entonces, detuve la emisión de órdenes y en cambio ejecuté simples caricias, escalando a efusivos abrazos y agradables palabras, tan cargadas de buena vibra que, hasta una roca, empleando estos ejercicios y el tiempo debido, llegaría a reblandecerse.

A medida que continué programándola, percibía algunos cambios, diminutos, mas, repitiéndome el refrán «la paciencia es madre de toda virtud», y utilizando una especie de psicología inversa. Por fin un día, a escasos meses de semejante tarea que cualquiera calificaría de mayúsculo excentricismo maníaco, se me ocurrió probar el grado de sensibilidad humana ganada, tratándola precisamente como a un autómata, lo que era de principio en su constitución artificial:

—Agua, trae agua —le dije con tácito e imperativo mandato, para lo cual, repito, había sido concebida mi ginoide.

—Mimos, primero los mimos, luego toda el agua que el señor bipolar desee, según sea su sed —respondió Scarlett.

Así estuve buen rato sobando por doquier su acero inoxidable camuflado de falsa epidermis, declamándole bellos poemas amorosos de mi extenso acervo lírico, y, en cuestión de pocos segundos, saboreaba yo el fresco líquido del garrafón.

—¡Increíble, adorable, mucho más de lo proyectado! —Vociferé frotándome las manos.

Estaba colmado de dicha observando los avances del otrora frío, oscuro y duro robot, paulatinamente transformado en personita y no sólo en colaboradora doméstica proactiva con criterio propio y respetable cuota de dignidad, sino en bella chica más o menos de mi edad, alta, inteligente y talentosa... aunque de costumbres ciertamente felinas.

No obstante, estos sorprendentes hallazgos insospechados que deseaba gritar revelándolos al mundo, las exigencias de caricias crecían exponencialmente, tanto, que, literalmente, ya esto se desbordaba de mis manos: caricias para emplatar la mesa. Caricias por pegar el botón de la camisa. Caricias a cambio de un huevo frito o por un café, lustrar mis zapatos de corte italiano, caricias, llevar mis trajes a la tintorería, caricias...

Debo confesar, a este nivel de humanización los arrumacos no surtían efecto por sí solos si no iban adornados de nuevos, suaves poemas de amor y románticos parlamentos profundamente excitantes, seductores a su oído.

A los meses de este cortejo descontrolado a un artefacto práctico de última generación, me resultó más recurrente la sensación de ir palpando genuina piel de mujer, antes, una especie de plástico blando ligeramente aterciopelado simulando el vello femenino y que ocultaba su tosca naturaleza de objeto.

Primero creí se trataba de mera sugestión, mas, en las primeras celebraciones navideñas que disfrutaba mi Scarlett se aceleró esta metamorfosis: de compleja máquina portadora de inteligencia artificial para propósitos domésticos, a demandante dama de costumbres casi palaciegas.


En víspera de Nochebuena, mientras ella dormía, acoplé el oído contra su pecho, escuchando por vez primera un corazón latiendo a ritmo plácido y perfectamente acompasado. Luego, bajo el gran ciprés natural ornado de figuritas escarchadas y, concluyendo la cena de Nochebuena, abriendo ella los regalos, no me cabía la menor duda: del antiguo androide no quedaba nada, lo había aniquilado por completo. 

Mas, ninguna relación es un lecho de rosas. Una de tales y complejas noches en Año Nuevo, alcancé un nivel de extenuación preocupante tras escribir veinte relatos destinados a concurso literario que casi cerraba el plazo de convocatoria, habiendo olvidado felicitarla en su primer año de vida. Y hela ahí, vestida con la mejor pieza de ocasión especial, piernas y brazos cruzados, mirándome con una fijeza de tigresa que helaba mis frágiles entrañas, e imprimiendo en el rostro de mármol esa apabullante rabia voraz que lamento no haber leído a tiempo.

Naturalmente, Scarlett confiaba en esta buena memoria que, en apariencia, jamás olvidaría ese día sumamente especial, esperando lógicamente una sobredosis de mimos, tiernos poemas dichos a suave voz, sus flores preferidas, quizá... un delicado perfume, sin obviar el estuche de bombones de rigor. Todo esto lo había pasado por alto.

Al final de ese descalabrado día, achacándome era yo «pelmazo tóxico y patán», el antiguo androide me arreaba a puntapiés y empujones hacia el balcón con la intensidad de jugador de fútbol americano y casi fui echado por el bordillo al vacío. Gracias a un grato y exacto recuerdo que atesoro de las rimas de Bécquer y Neruda, me es dable contarles este cuento y no haber volado desde el piso veintiuno del bloque hasta la calzada.

Cavilo, las autoridades correspondientes habrían tomado todo como otro vulgar suicidio de escritor en desempleo crónico en el paro, porque, de llegar los investigadores a sospechar de Scarlett, pues que tengo mis reservas: en casos extremos, capaz retornaría a robot según se le presenten las circunstancias desfavorables.

Después de esa fecha, mas, cautivo de una extraña felicidad hasta ahora desconocida, hoy soy el que digo sí a todo y no veo otra figura frente al espejo del salón, que no sea a un tipo perfectamente robotizado realizando buena parte de las labores hogareñas.

Pero bien vale mi nuevo estilo de vida, al ir convencido, de estar sin la exuberante e hipersensible de Scarlett sí que llevaría yo una existencia de marioneta. Prefiero soslayar ese terrible riesgo de retornar a un triste cajón, aquel oscuro y solitario apartamento de antiguo solterón empedernido.

¡Ni pensarlo! 

FIN

Pueden adquirir mi libro "Para matar a un androide" (octubre 2023, 18 cuentos) a través del WhatsApp-Sinpe: 85-28-84-87: 7,000 colones por ejemplar, incluye envío. Es posible cancelar una vez que llega libro.

Mis tres publicaciones de cuentos: 12,000, precio que también contempla costo de correo rápido certificado.





jueves, 7 de marzo de 2024

© Para matar a un androide (Cuento de Frank Ruffino).

 


Con sus «sí señor» a todo, ese caluroso principio de enero el recién adquirido androide doméstico había colmado la paciencia de este cristiano, al punto de maquinar lanzarla a puntapiés por el balcón mientras ella limpiaba el piso de mármol granito. Pero pronto aplaqué mis instintos, de sólo calcular se me recargarían todas las labores de casa siendo imposible dedicar la mayor parte del tiempo a desarrollar mis aficiones más queridas.

Hacia finales de mes, ingenuamente pensé que para matar a un androide debía humanizarlo a través de emociones complejas, tales como el amor y sus atributos. 

Las primeras sesiones no fueron entendidas por mi fembot (y ahora creo, ni yo mismo), a quien bautizaba con el nombre de Scarlett, según yo, a manera de homenaje a la musa de Woody. Entonces, detuve la emisión de órdenes y en cambio ejecuté simples caricias, escalando a efusivos abrazos y agradables palabras, tan cargadas de buena vibra que, hasta una roca, empleando estos ejercicios y el tiempo debido, llegaría a reblandecerse.

A medida que continué programándola, percibía algunos cambios, diminutos, mas, repitiéndome el refrán «la paciencia es madre de toda virtud», y utilizando una especie de psicología inversa. Por fin un día, a escasos meses de semejante tarea que cualquiera calificaría de mayúsculo excentricismo maníaco, se me ocurrió probar el grado de sensibilidad humana ganada, tratándola precisamente como a un autómata, lo que era de principio en su constitución artificial:

—Agua, trae agua —le dije con tácito e imperativo mandato, para lo cual, repito, había sido concebida mi ginoide.

—Mimos, primero los mimos, luego toda el agua que el señor bipolar desee, según sea su sed —respondió Scarlett.

Así estuve buen rato sobando por doquier su acero inoxidable camuflado de falsa epidermis, declamándole bellos poemas amorosos de mi extenso acervo lírico, y, en cuestión de pocos segundos, saboreaba yo el fresco líquido del garrafón.

—¡Increíble, adorable, mucho más de lo proyectado! —Vociferé frotándome las manos.

Estaba colmado de dicha observando los avances del otrora frío, oscuro y duro robot, paulatinamente transformado en personita y no sólo en colaboradora doméstica proactiva con criterio propio y respetable cuota de dignidad, sino en bella chica más o menos de mi edad, alta, inteligente y talentosa... aunque de costumbres ciertamente felinas.

No obstante, estos sorprendentes hallazgos insospechados que deseaba gritar revelándolos al mundo, las exigencias de caricias crecían exponencialmente, tanto, que, literalmente, ya esto se desbordaba de mis manos: caricias para emplatar la mesa. Caricias por pegar el botón de la camisa. Caricias a cambio de un huevo frito o por un café, lustrar mis zapatos de corte italiano, caricias, llevar mis trajes a la tintorería, caricias...

Debo confesar, a este nivel de humanización los arrumacos no surtían efecto por sí solos si no iban adornados de nuevos, suaves poemas de amor y románticos parlamentos profundamente excitantes, seductores a su oído.

A los meses de este cortejo descontrolado a un artefacto práctico de última generación, me resultó más recurrente la sensación de ir palpando genuina piel de mujer, antes, una especie de plástico blando ligeramente aterciopelado simulando el vello femenino y que ocultaba su tosca naturaleza de objeto.

Primero creí se trataba de mera sugestión, mas, en las primeras celebraciones navideñas que disfrutaba mi Scarlett se aceleró esta metamorfosis: de compleja máquina portadora de inteligencia artificial para propósitos domésticos, a demandante dama de costumbres casi palaciegas.


En víspera de Nochebuena, mientras ella dormía, acoplé el oído contra su pecho, escuchando por vez primera un corazón latiendo a ritmo plácido y perfectamente acompasado. Luego, bajo el gran ciprés natural ornado de figuritas escarchadas y, concluyendo la cena de Nochebuena, abriendo ella los regalos, no me cabía la menor duda: del antiguo androide no quedaba nada, lo había aniquilado por completo. 

Mas, ninguna relación es un lecho de rosas. Una de tales y complejas noches en Año Nuevo, alcancé un nivel de extenuación preocupante tras escribir veinte relatos destinados a concurso literario que casi cerraba el plazo de convocatoria, habiendo olvidado felicitarla en su primer año de vida. Y hela ahí, vestida con la mejor pieza de ocasión especial, piernas y brazos cruzados, mirándome con una fijeza de tigresa que helaba mis frágiles entrañas, e imprimiendo en el rostro de mármol esa apabullante rabia voraz que lamento no haber leído a tiempo.

Naturalmente, Scarlett confiaba en esta buena memoria que, en apariencia, jamás olvidaría ese día sumamente especial, esperando lógicamente una sobredosis de mimos, tiernos poemas dichos a suave voz, sus flores preferidas, quizá... un delicado perfume, sin obviar el estuche de bombones de rigor. Todo esto lo había pasado por alto.

Al final de ese descalabrado día, achacándome era yo «pelmazo tóxico y patán», el antiguo androide me arreaba a puntapiés y empujones hacia el balcón con la intensidad de jugador de fútbol americano y casi fui echado por el bordillo al vacío. Gracias a un grato y exacto recuerdo que atesoro de las rimas de Bécquer y Neruda, me es dable contarles este cuento y no haber volado desde el piso veintiuno del bloque hasta la calzada.

Cavilo, las autoridades correspondientes habrían tomado todo como otro vulgar suicidio de escritor en desempleo crónico en el paro, porque, de llegar los investigadores a sospechar de Scarlett, pues que tengo mis reservas: en casos extremos, capaz retornaría a robot según se le presenten las circunstancias desfavorables.

Después de esa fecha, mas, cautivo de una extraña felicidad hasta ahora desconocida, hoy soy el que digo sí a todo y no veo otra figura frente al espejo del salón, que no sea a un tipo perfectamente robotizado realizando buena parte de las labores hogareñas.

Pero bien vale mi nuevo estilo de vida, al ir convencido, de estar sin la exuberante e hipersensible de Scarlett sí que llevaría yo una existencia de marioneta. Prefiero soslayar ese terrible riesgo de retornar a un triste cajón, aquel oscuro y solitario apartamento de antiguo solterón empedernido.

¡Ni pensarlo! 

FIN

Pie de collage: inferior, derecha, en 2017 con 48 kilos junto a mi canaria madre (qdDg). Actual: 92 kilos, doble de peso que cuando estaba desahuciado, producto de un cáncer involuntario (envenenamiento de una "dama") de 2003 que recurrió en 2016.

Cómo adquirir mi libro PARA MATAR A UN ANDROIDE

Pues través del WhatsApp-Sinpe: 85-28-84-87: 7,000 colones por ejemplar, incluye envío. Es posible cancelar una vez que llega libro.

Mis tres publicaciones de cuentos: 12,000, precio que también contempla costo de correo rápido certificado.

"Ve al oeste, jovencito"

Les comparto del famoso dúo británico de pop, Pet Shop Boy, su gran éxito mundial de 1993 "Go West":

https://youtu.be/qidpfeM-MJU?si=asR0QoKWJrDsM05-

Testimonio de Frank Ruffino 

MIS PALIZAS LITERARIAS 

Desde el 2017, cuando circunstancialmente empecé a aprender la mecánica del cuento, me vivo propinado constantes palizas mentales para mejorar, mejorar y mejorar. 

Naturalmente, yo era sólo un poeta desde los siete años, mas las altas dosis de radioterapia y quimioterapia me reconfiguraron el alma y el cerebro: figuración constante de historias es ahora mi forma de pensar. Veo todo literariamente. 

(Al gran cuentista y periodista estadounidense Ambrose Bierce le sucedió similar cuando de joven en la guerra le dieron un balazo en la cabeza que poco afectó su cerebro, pero lo hizo escritor. Carlos Fuentes se inspiró en Bierce para escribir "Gringo viejo": a los 71 años Ambrose marchó a la Revolución Mexicana y no se supo más de él, 1914. Ni lugar ni causa de su muerte se saben). 

Sobreviví a ese gran cáncer, gracias al amor por mis dos hijos pequeños, Bruno, Octavio y mi madre, y por mi avidez de explotar, literalmente, esta zona que se activó dentro de mi cráneo, yo, que no era apto para narrar. En los 20 días que estuve internado en el Hospital México, leí (y sigo leyendo) de ese magnífico y sin igual sitio literario de cuentos del estimadísimo maestro y escritor puertorriqueño Luis López Nieves, que es Ciudad Seva.

Y ya siete años de escribir como un condenado, tres libros publicados en este género, un premio literario en relato (tengo cinco libros de poesía y cinco galardones poéticos). 

Creo, en este 2024 llego a mi cuento 1000. Pero aún me falta mucho, a los escritores siempre nos faltará mucho porque anhelamos escribir el mundo. 

En este 2024:




viernes, 12 de enero de 2024

© Ahora me oirás hablar (Cuento de Frank Ruffino)


Mi antiguo amigo Enrique es de esos individuos que intentan reescribir la historia desde una óptica de oportuna intervención alienígena en todo.


Que si se viaja al pasado lo aconsejable es ocultar el smartphone, no sea un contemporáneo aparezca en el nuevo descubrimiento de un fresco en Pompeya, jeroglífico egipcio o teotihuacano... y sea calificado de viajero del futuro.

Más que claro, unos pocos han establecido, los objetos fuera de tiempo y lugar (ooparts) son siempre sospechosos en las imágenes, jeroglíficos e inscripciones del pasado.

¿Convivieron los humanos de hoy con los dinosaurios?

Todo esto lo he sabido por boca de Enrique, asiduo colaborador de medios como Factor X, Más Allá o revista Viajeros.

Autodenominado ufólogo, la otra noche trató de convencerme de que una ruedita dorada soldada en cierto hueso de dinosaurio comprado a un anticuario en Barranquilla, es incuestionable evidencia: «…Un tipo moderno visitó el Cretácico tardío allá en lo que es hoy Nuevo México».

—Oh... Dios... —Exclamé.

—Como en el cuento de Cenicienta, el hombre involuntariamente dejó ese botón de su jeans. Las fuerzas g de ese portal de retorno desprendió la pieza de la mezclilla —sentenció.

—Tiene lógica, aunque es más probable el tipo fuese devorado por esa bestia draconiana —le dije, aunque consumiéndome por la duda y mostrando cara de haberme topado con una extraordinaria epifanía.

—¿Conocieron los faraones el secreto de la electricidad? —Me pregunta a mí, que apenas encajo una bombilla en el plafón de mi lamparita de noche.

—Pienso, humildemente pienso, algunos rayos partieron las crismas a un puñado de egipcios del tiempo de Amenofis I —manifesté irónico.

—Esto no es un juego, se trata de información reservada por lo que no debe prestarse a la chanza barata —advirtió muy serio, taladrándome con una mirada de profunda lástima que me hizo sentir un cavernícola transitando la Avenida Quinta de Nueva York.

Para Enrique, es imposible el humano haya levantado majestuosas pirámides en Egipto o las de las culturas precolombinas. Pero yo callo, presa del terror, tratando de evitar sus exabruptos si se le contradice, porque es alto, corpulento y experto en artes marciales, refieren los muchachos del gimnasio en Sabana.

—Entonces, amigo, con todo respeto, si es así, las ciudades modernas de descomunales rascacielos, megapuentes, autopistas, túneles... ¿también son de factura alienígena? ¿No se constituyen en pruebas más que suficientes de que poseemos de larga data esa capacidad ingenieril?

—Simplemente, a tanto de observarlos, aprendimos a domeñar esas tecnologías —atinó a decir.

*

Harto de soportar las olímpicas burradas de Enrique, llegó por fin el día en que hubo un punto de quiebre en esta vieja relación de amistad, así, cierta mañana decidí echar en marcha mi plan.

En la víspera, le envié un WhatsApp invitándolo a desayunar en casa prometiendo revelarle la historia ultrasecreta (a todas luces falsa) de una exuberante vecinita, días atrás abducida por alguna raza de extraterrenos por definir.

Acordé con el de la seguridad trancar acceso principal al complejo de cuarenta pisos. Y a la hora acordada, encumbrado en el veinteavo nivel de los rascacielos gemelos Linda vista del Paseo Colón, vi llegar al creyencero de Enrique.

Megáfono en mano lo llamé desde el estrecho balconcillo monopolizado por una larga caña india que se eleva ya dos pisos más arriba:

—Eh, Enrique, aquí arriba. Ahora me oirás hablar, tú… que sostienes Cristóbal Colón descubrió América gracias a un misterioso mapa proveído por habitantes de las Pléyades... ¡Pamplinas, llegó porque tenía que caer aquí tan inteligente y estoico navegante!

»¿Que los cosmonautas dejaron su huella en las cuevas de Tassili o en Nazca?...

»¡Ridículo por demás!

»¿Las calaveras de cristal son de factura alienígena?...

»¡Eres un reverendo chorizo!

»¿Pilas voltaicas de miles de años de antigüedad o gigantescas columnas erigidas con una tecnología cósmica aún por descubrir...?

»¡Mierda y más mierda cabrón!

»Y el eterno temita del trasfondo alienígena del manuscrito Voynich, el Mecanismo de Anticitera o el Mapa de Piri Reis...

»¡Cazurro!».

Debo decir, allá, treinta o cuarenta metros abajo, el paranoico y energúmeno de Enrique realizaba ademanes nada civilizados. Afortunadamente no podía escucharle, pues su vozarrón no alcanzaba para tanto si ya el nutrido tránsito matinal apagaba sus maldiciones que contenían, de seguro, la fórmula para mi muerte lenta y dolorosa. Todavía así, tuve la energía y el suficiente valor para completar mi venganza.

—¡Y toma, quédate con el Más Allá y esta sarta de revistas irrisorias, mierdas más absurdas que el horóscopo chino!

Las hojas de los ejemplares se desparramaban en el aire mientras seguía vociferando por mi altavoz. Aunque no fuese mi objetivo, también había paralizado todo y hasta cierto noticiero amarillista de tv me filmaba tras el alcornoque de la glorieta de la esquina.

Para uno de mis cumpleaños, Enrique me había obsequiado una réplica barata de la Copa de Licurgo que ahora devolvía, con tan mala suerte que impactó en su tozudo cogote. Todavía así, se repuso con extraordinaria rapidez y comenzó a amenazar al tránsito aquella mañana de vendettas.

Confieso, nunca le volví a ver e ignoro si mi otrora amigo sería recluido en algún sanatorio.

Obviándose ese lado conspiranoico y necias supercherías, pienso, Enrique era un buen tipo. 

FIN

Hoy les comparto "Ameno", de Era, éxito mundial de 1996. Video-canción, subtítulos en español:



'Ahora me oirás hablar' es uno de los 18 textos de mi tercer libro PARA MATAR A UN ANDROIDE. Pueden adquirir la obra a través del WhatsApp-Sinpe: 85-28-84-87: 7,000 colones por ejemplar, incluye envío. Es posible cancelar una vez que llega libro.

Mis tres publicaciones de cuentos: 12,000, precio que también contempla costo de correo rápido certificado.

¡Gracias por la confianza!

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