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jueves, 14 de julio de 2022

Cuento inédito de Frank Ruffino: © Una rata con suerte





Disculpen por no hacerle honor a mi legendario apellido italiano en la siguiente historia que ahora deberán escuchar para no dejarles sumidos en la duda.

En las últimas dos semanas habíamos comprobado cierta actividad supuestamente paranormal en la cocina. Una cucharita de acero en el suelo, el estropajo verde de lavar los platos fuera de lugar...

Buscando despejar la incógnita instalé una cámara, tan pequeña como el botón de mi camisa, mas, de una agudeza y resolución increíbles, tecnología de punta. Al siguiente día mirando la grabación, en el punto caliente de movimiento el aparente fantasma del ex marido de mi mujer resultó rata, ¡y de cuatro patas! Por lo visto le agrada actuar al sentirse observada: desafiante y sin quitar la mirada hacia el dispositivo camuflado en los mil ojos de una piña, el animalejo de buen tamaño se las arregló taladrando una caja de cartón con porciones de pollo asado para el almuerzo, además de ensañarse mordisqueando las frutas de la canasta sobre el desayunador, situación que nos colmó la paciencia. Luego de cometer el acto, suspirando de satisfacción, cual, si se tratara de la culminación de un largo orgasmo, esta diabla se acercó a la lente mostrando sus filosas y horribles fauces grises. 

Nunca olvidaremos esa diabólica sonrisa.

—Encuentra esa maldita rata —susurró Leo en tono macabro y amenazante.

Según este funesto panorama de horror, ella me dio la opción de esa trampa cazadora de ratas psicópatas... Sabía lo que me esperaba.

Aunque, confieso, siempre he padecido una fobia especial al «Papel gato» (extra grande) del cual es clienta fanática desde sus tiempos de soltería (tampoco me seducen algunos métodos de exterminio por sangrientos).

Entonces de nuevo convencí a Leocadia, de que la cartulina blanca ultrapegajosa representa una injusticia y bajeza al no ser una lucha en buena lid para la criatura, además de atrapar y asfixiar indiscriminadamente lo que por ella transite...

Frente a semejante injusticia, temiendo también me denunciaran ante la Sociedad Protectora de Animales o algo así, me decanté por ese veneno chino de doscientos gramos y, para nada despreciable, costo de veinte euros.

De regreso en el autobús observé la «Cajeta ratón». En su simple envoltorio de plástico transparente lucía idéntica a una deliciosa cajeta de leche.

Ya en casa, eso me perturbó grandemente al cavilar en el peligro para un borracho goloso, niño, potencial suicida o esposa que atesore en esto la solución final.

Porque con un poderoso lente de aumento escudriñé las indicaciones y maldije al vendedor, quien había sido todo deferencias respecto al «novedoso» producto, exhibido cual ladrillos uno sobre el otro, dentro de la urna de grueso vidrio sellado y asegurada con enorme candado, sin que se pudiesen leer sus modos de uso y advertencias de la especial letalidad del «dulce». Como si no bastara, recordé en cada lado de esa arqueta calcomanías mostrando calaveras humanas y no de ratas, un hecho por demás revelador de la tramposa naturaleza de esta cosa. Al manipular la «Cajeta ratón», aconsejaban emplear barbijo apenas respirando, anteojos de nadador con la «mirada al mínimo», guantes de gruesa goma hasta los codos y un sinfín de precauciones más...

—¿«Mirada al mínimo»? ¡Diablos! ¡Un remedio peor que la enfermedad! —vociferé, evocando parte de la conversación con el ladino vendedor:

—Para nada, para nada señor Lamata, esta tecnología china y termina por activar todo el poder del veneno dentro de la delincuente...

—¿Y la rata?

—Nada, queda ahí mismo junto al refresco con las tripas calcinadas.

—Madre mía, madre mía, ¡qué poder, ni Confucio lo hubiese imaginado!

—Los chinos por eso son chinos, ya sabe, don Alessandro, la invención de la pólvora y el cohete, hasta llegar a evolucionar ambas cosas en estos misiles modernos Hwasong-14 de ojiva nuclear de su vecino mofletudo Kim Jong-un, capaces de viajar desde la península coreana a Los Ángeles o San Francisco en sólo treinta y ocho minutos. Y al parecer el norco vende como pan caliente los proyectiles convencionales a la industria del terror...

—¿Norco... qué... quién...? —dije confundido y molesto porque este dependiente tenía más aires de catedrático que de simple vendedor.

—Norcoreano y proyectiles Hwasong-14 pero sin ojiva nuclear, aunque si el monto es bueno, quién sabe...

—Ominosa posibilidad viendo ahora que también el dictador P… se nos abalanza por el este de Europa.

—Ciberataques como aquel contra Sony Pictures Intertainment, que revelaron miles de correos electrónicos donde constatamos la podredumbre moral y corrupción de la industria del espectáculo y sus estrellas; megaestafas a bancos latinoamericanos que callan ni denuncian por vergüenza a mostrar esa vulnerabilidad de sus sistemas; hackeos extorsivos a institucuones de gobiernos; súbitos apagones en las redes de internet y eléctricas...

—¡Santo cielo!, una especial impunidad o hechizo protector rodea a la dinastía de los Kim y al señor P… —dije conmocionado e irónico.

Me percaté, la conversación y objetivo en Ferreterías Hogareña había tomado un cariz absurdo, así terminé la inusitada plática política, agregando:

—Usted es un vendedor persuasivo y muy bien informado…

—Y mire, señor Lamata…

El tipo socarrón intentó realizar una exposición de esa especial faceta del insólito hacker y terrorista Kim Jong-un, cuando di por concluida la compra.

Al salir con mi «Cajeta ratón» le escuché seguir el temita geopolítico, esta vez con una señora mayor que preguntaba si por casualidad tendrían allí algún aparato chino capaz de alterar positivamente los cerebros de los políticos.

Confieso, quise devolverme, mas, misión era misión y ya vendría el tiempo de ocuparme de esa otra especie de roedores que se las ingenian para habitar impunemente en nuestros bolsillos.

Nunca abrí ese maldito veneno.

FIN

San Pedro de Montes de Oca, 2020.




$20 (o euros) para envío de libro fuera de Costa Rica.

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