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domingo, 14 de febrero de 2021

©Imaginar el Amor bajo la dictadura del rey Corona (Cuento de Frank Ruffino)

 


A los poetas Lucía Alfaro y Ronald Bonilla

 
Como todos los parques de la ciudad y del país bajo esta cruel cuarentena impuesta por el Rey Corona, el Parque Nacional luce acordonado por sus cuatro costados. Una ridícula cinta amarilla de plástico precinta esta plaza y resulta insuficiente, pues durante ciertas horas del día, especialmente por las noches, los indigentes beodos y farmacodependientes incursionan en él como si el mundo discurriera con absoluta normalidad, mirando, seguro, los diablos azules en cualquier resquicio o grieta de las calzadas de ripio, o yendo en pos de los mismos duendes que algunos ciudadanos dicen avistar en los hermosos jardines de variada flora tropical. Y hablan con imaginarios viandantes, o bien con inexistentes transeúntes que, en los pasados tiempos de libertad, solían hacer parada para descansar y tomar el fresco en sus numerosos bancos de mampostería amarillos. Algunos se apostan detrás de las jacarandas o higuerones donde lían cigarros de marihuana, entonces su delicioso aroma llega varias cuadras hacia el suroeste donde se concentra más la seguridad por tratarse del corazón de la pequeña urbe, y hace que los policletos del municipio, raudos, se dirijan hacia donde ya saben se quema la fresca yerba e incautarla y así también hacer su provisión para ellos y el señor alcalde en esta época de encierro forzoso donde escasea todo.

Una tarde de estas, cierta pareja de novios poetas también decidió pasar por debajo de esta famélica prevención que reza la advertencia en español e inglés: No trespassing o «Prohibido el paso». El astro rey estaba muy en el horizonte, prodigando sus últimas luces sobre el Registro Civil.

Ya las palomas de castilla y varias decenas de loritos costarricenses se acomodaban en la alta bóveda verde buscando su hora para dormir, anestesiados por la melodía de algún grillo trovador, canto magnificado en esta catedral que crea insólitas y benéficas vibraciones en cualquier ser si se presta la atención y guarda la calma debidas.

Bajo un corcho centenario se tumbaron los dos, sobre el césped, permitiéndose divagar, invadidos de un delirio poético fuera de este loco mundo egoísta, frío y convulso...

—¿De dónde viene el amor? —preguntó Valeria.

—El amor, el amor..., vendrá del viento, del fuego, del agua, de la piedra, de una estrella, de un fruto o vino derramado en los labios... —le replicó Favio.

(Ella) —...O bien, tal vez del misterioso agujero negro venga o de las cenizas de unos dioses grandes y frenéticos que inventaron amarse para no aburrirse...

(Él) —¡Quién sabe de dónde viene el amor! Creemos saberlo los poetas, la ciencia, el adivino...

(Ella) —...O tú, amor, ¡lo sabes si lo sientes y eso te parece perfecto y suficiente!

(Él) —¡Exacto!

Y diciendo esto se prodigaron un largo beso, mientras seguían elucubrando, exprimiéndose sus hermosas almas de jóvenes poetas. Luego, tras unos minutos contemplando la tibia tarde y luz que envolvía toda aquella vegetación diversa y colorida, Valeria, sin dejar de hablar del tema, lanzó una pregunta, pero desde otro ángulo:

—¿Quiénes van a encontrar al amor, o es que el amor viene al encuentro de los seres?

(Él) —Pienso que los seres van al amor, y quienes van en su busca son unos náufragos, unos héroes...

(Ella) —Y no lo abordan, porque el amor deberá ser un velero: su atracción es imposible de esquivar, es pura atracción irrefrenable, funden su popa, se internan en él deshaciendo sus maderos que saltan en un millón de astillas por los aires...

(Él) —Los amantes saben del abismo, pero sólo quieren ser sustancia, combinación, reacción, fusión...

(Ella) —Y se les ve alumbrados en las esquinas y plazas como ésta —Valeria dirigió una mirada cautivadora y llena de complicidad a Favio—; en cada calle sus pupilas, peces ondulantes, saltan rostros hacia el amor.

Entonces el joven de cabello largo y barba al estilo hindú, de incisivos ojos de un verde marino, cual director de orquesta, dirigió su batuta deseando los violines de su alma tomaran ese teatro arrobador y amoroso en el Nacional. Apretó las manos de ella y sin más preámbulo de poeta, le lanzó un juramento:

—Prometo quedarme en el momento de tus ojos, en el negro riso de la pupila que mueves, luminosa amada...

(Ella) —Sé del aguijón que suele esconder el amor, sé de sus mentiras y verdades, de ese loco y pausado tránsito de velas, de apacibles collados trastocados a volcanes que fulminan la necesaria caricia de las manos...

(Él) —¡Oh tristes mares tempestuosos! ¡Ah tibios lagos grises donde posas luminosa!

Y así discurrían estos poetas amorosos, sin percatarse en un extremo de la plaza dos oficiales requisaban a varios adictos. La pareja de enamorados yacía quieta y vaporosa creando una especie de halo protector en derredor suyo. Un empedernido fumador de yerba solitario habíase percatado de la irrupción de los oficiales pedalistas que ya despojaban de las drogas a los tipos y les echaban del recinto público. Éste corrió encorvado entre arbustos y bancos, y sin notarlo se acercó a la pareja que advirtió casi hasta tenerlos en sus pies. Se restregó los globos oculares con los nudillos índices entretanto movía la desgreñada cabeza negando semejante escena. Todavía así, empleando el tronco del gran corcho a modo de parapeto, atreviéndose, al fin les habló: «Sean ciertos o no, les ruego cúbranme con su manto de benefactora luz».

Al no recibir contestación, siquiera que notaban su presencia, optó por seguir imaginando era él presa de una nueva alucinación, y pronto marchó reconfortado con rumbo hacia el barrio Amón.

(Ella) —Dolida huella del aroma el uno en el otro, libar del tiempo -no lo mires-. Porque la hora deja algo sin querer: tu mirada sin flor, el pasar y olvido, vela a la distancia y fuga, intangible estela y extravío...

(Él) —...Libar del tiempo otro licor, eternizar tus alas y las mías en otro cuerpo. La vida siempre dichosa en los nuevos; nosotros, niebla y esquina, ni transeúntes, ni amantes, ni regreso.

De tal manera exploraban todas las combinaciones de desenlaces posibles en una relación como la que experimentaban, pues intuían no sería siempre la misma al envejecer la carne, los huesos, el cerebro, incluso el alma... Pero pronto retornaban a su ensimismamiento romántico, tan despistados como las aves que pasaban precisadas sobre las copas de los árboles.

A un unísono telepático pronunciaron estas palabras colmadas de poesía:

—No es quererte o que tú me quieras, es ir nudo a nudo en esta ebria agua que llamar amar, como soldados cuerpo a cuerpo, anudada la mirada, marchantes en el camino de las espinas hirientes. Es algo compartido: a ratos cargaré lo que más te pesa y tú cubrirás si los panes de nosotros se nos salen de mi lado.

Luego Valeria sentenció:

—Distanciar el amor es perdernos, rayuela que trunca una línea exacta entre dos, espiral de envolver otras cosas y los otros con lo nuestro, de ésos que van por parte sus vidas...

(Él) —Pero tengo la soledad y el silencio hacia tus ojos, lo que amo, salvadores mayores de este mundo roto de espacios.

Mientras esto exponía, Favio hizo un recorrido con su mirada hacia el perímetro del Parque Nacional, mostrando no debía importarles estuvieran cautivos, acordonados, en cuarentena... Al menos existía el amor.

(Ella) —Si tu alma abriera la celosía como el viento y la distancia mi puerta dolida para hacerte la estancia grande a mis ojos, me verías entera de velas.

(Él, señalando un malinche) —El árbol del rincón que no mirabas se hace fuente a tus ojos, es una orquídea que en su costado sangra el violeta, parece casi primavera contigo, novia recurrente de abril.

(Ella) —...Parece aún fecundo, no es el roído tronco del carpintero, no es el quebradizo mandoble que temes mientras lees...

(Él) —...Es ahora un príncipe para el amor el árbol del rincón que no mirabas.

Teniendo como marco todo este caos, producto de la dictadura del rey Corona, sucedió otro consuetudinario consumidor, de lo habituales que ya sabemos por esos recodos de la capital, había sido un poeta famoso conocido con el seudónimo de F. R., semioculto entre un crecido macizo de flores de varias tonalidades, observaba a los jóvenes, mientras aún su alma urdía profundos y delicados pensamientos poéticos y reflexiones sobre el amor, añorando los tiempos idos.

Este era su monólogo que ya tal vez nunca iría en un libro porque la vida huía de él:

—Aman los extravagantes, esos ciegos que se unen a los ochenta y qué perder, o a los veinte como esa pareja de novios, con mucho que perder; los medianos, de treinta y cinco a cincuenta, son los temerosos, los calculadores, con ellas más o menos de su edad para no pasar solos el resto de sus vidas, sólo por eso, para pasar y hacer siempre sin reproche. Atizan egoístas a medio fuego para no perderse sus estilos, caminan sin lucero y así quieren, simulan amarse, entrelazan frías las manos, esas que no odian ni aman a ratos como son las del amor, y al final en su lecho una lágrima les coloca la duda, los acosa, cuando tampoco hay mucho que perder.

Bebió de un solo trago el contenido de su botellita de aguardiente y sucumbió a sus emociones, yéndose su último hálito de vida en esa disertación amorosa. El 16 de abril cumpliría cincuenta y cinco años.

En su burbuja, ajenos a esta desgracia personal y a los acontecimientos que se suscitaban en las cercanías, Valeria y Favio continuaban en su letargo del sentimiento más puro y místico.

(Ella, pensando en el alma del ser amoroso) —Has amado bajo la lluvia como un loco desnudo, miras a ella y ya no puedes subir al tren que esperaste tres días y luego no resulta con un café de diez minutos porque no sintió lo mismo, porque -la verdad- para amar de principio hay que gustarse tontamente, aunque el café de diez minutos se transforme después en diez años inútiles.

(Él) —... ¡Quién sabe la baraja del amor!, pero juegas y ríes como un buen perdedor. Al fin partes y juras que saldrías a despejar la duda si vieras otros ojos como esos, lo juras y temeroso haces que duermes para llegar a la otra estación -la tuya- tal vez la plaza del primer dolor o la laguna de gris arena donde descubriste los azules ojos.

(Ella) —Sueñas, meditas que es transitar el secreto para el encuentro, por eso viajas, saltas del tren, corres por las calles, buscas en cafés y plazas, en los ojos de la noche te abismas en bares y cines, en todo lugar apuestas para el amor.

El alma del vate muerto y que revoloteaba sobre los dos, participando en el trance de los jóvenes poetas, escribía en el aire de la tarde, que también ya fenecía:

—No esperaba a la libélula, era a ti que vendrías con la tarde, tal vez a la hora en que el badajo mueve por capricho. No esperaba a la libélula, no llegaste tú, no te aguardo por la tarde en campanario ni repiques de coincidir los ojos, mirándote por donde debías aparecer. No llegaste: eras la ausencia que sabías provocarías en mí, era el mal de amor que debía padecer por ser tú la hermosa. Ella azul y alas como armonía de mariposa en el aroma. No esperaba a la libélula, ahora la espero con la tarde, al tañer.

Valeria y Favio, imbuidos en ese éxtasis romántico de almas donde la poesía afloraba desde cada átomo de sus seres, continuaban en ese ejercicio, de imaginar el amor bajo la dictadura del rey Corona:

(Él): —Anudas la caricia como una condena, anudas tus manos como un fuego necesario para el pan...

(Ella) —...Anudas los años para necesitarse siempre, para no descansar de verte, para no sucumbir de ausencia, sólo eso...

(Él) —...la ausencia de que no vuelvas a mirarme, a llamarme por esos nombres que tú y yo sabemos descifrar cuando nos acosan los otros, que no saben seguramente nada del amor y del amar en cada momento...

(Ella) —...aunque censuren envidiosos la persistencia que no practican.

El poeta ido, desde una alta rama del corcho, intervenía mirando a los muchachos y señalándolos:

—No se llenan de la tarde ni de ellos, ni su sed sacia el riachuelo ni los prados para ovillarse, tímida y pálida siempre la luna en sus hombros musicantes y los caminos odiosamente cortos y el reloj cómplice fatal del término de hoy y verdugos padre y madre, verdugos, sólo vive en ellos el aire del próximo respiro, levedad de los dedos a la caricia más ardorosa, miradas de hablar, alas en el cielo como olas dispuestas a estallar inmensas en castillos que sólo ellos ven, y los frutos caen sin milagro a sus pasos, sus ojos son sólo eso, los labios para anudarse bien el amor, manos de fundirse en vela única hacia un puerto que sospechan tormentoso pero que callan, ni quieren ver para no perderse el viaje.

Pero en eso, paseaba por la acera exterior del Nacional un viejo y connotado profesor de filosofía que, deteniendo su paso, miraba con rabia a la pareja de cantores solazados sobre la hierba. Así, aun sabiendo no sería escuchado ya, el espíritu del rapsoda echó sobre el vejete descreído estos pensamientos poéticos, casi una maldición:

—Destierro del extrañado de amor que predica titubeante la bondad de ser un solitario, de cuánta ventaja tiene un alma sin el beso, para su pesar donde sí reina en otros la consecuencia del primer deseo. Pero él no quiere el dulce dolor consumador de la caricia: desnuda su piel a gritos, peor aún, vive en la amarga tortura de la tentación. Como con estos jóvenes hoy, censura el amor libre de los jubilosos, llama rastrera a la despistada serpiente, busca un fruto que culpar, señala a los primeros -ella y él- perpetradores del frenesí de sus descendientes, no se explica por qué a tanto el amor no se olvida, por qué cada día los hombres inician su propia perdición, así habla de la maldición de un dios sobre esta especie, achaca la causa a la mujer, ¡es un absurdo filósofo mirando al mar con los ojos de un loco! Anuncia a su piélago toda ausencia de cópula, quiere ser árbol, roca, estrella, pero voltea inquieto a la grácil voz de la iniciadora: por un momento la ama, desea su desnudez, escapa una lágrima, mira a la desolación y se muerde los labios.

Entretanto, ajenos al fantasma del poeta, sus jóvenes colegas, abajo, seguían haciendo esa especie de profundo tac del amor de que son capaces únicamente los poetas prometedores y notables, la excepción en tiempos de absoluta cursilería en el género lírico:

(Él) —Los amorosos somos fiesta y aroma. Hay quienes enloquecidos se rinden de amor, esperan tras celosías, acercan a su amante con la complicidad ilusoria de la distancia...

(Ella) —...Apuestan ciegos, aunque todos inútilmente quieran detener sus dados.

Y en ese instante, el campanario de Iglesia de Nuestra Señora de la Soledad se escuchaba a los lejos; una pareja de zenzontles se bañaba en la fuente y los colibríes iban y venían aprovechando los últimos rayos de luz, por lo que Favio, en este poetizar «al alimón» con su amada, aprovechó atinadamente esas circunstancias:

(Él) —...Abren su alma al tañido, siguen al aroma empecinados; se bañan y visten de él, quieren ser fiesta, asedian, gustan, persiguen un néctar que promete el aire y por la huella encuentran su necesario amor.

(Ella) —Siempre son los fieles y por ello no correspondidos; llaman vistosos con grandes cuernos de colores, se declaran sordos ante los cautos, huyen del desamor por un temor de caer en el absurdo jardín de quienes aman a las rocas, y mueren con la mirada hacia un lucero sólo de ellos.

Poco a poco iban saliendo de su letargo poético y amoroso. La sirena de un carro de la policía se acercaba...

(Él) —También gritaste a cuerno tu presencia y fingieron de roca sus ojos acariciados. Tardíos algunos te dieron un resquicio y quisieron ya con velas rotas, con harapientos globos, con cascos de barcos en ceniza.

El espíritu del poeta, aún posado sobre la alta rama del corcho, urdía sus últimos poemas y los derramaba sobre el mundo en aquella tarde en que la cuarentana impuesta por el rey Corona tenía a la ciudad y a la nación en ascuas. Y este era su autorreproche de quien recién se estrenaba como alma en pena:

—Has nacido con la promesa que amarías. Te precipitas a los primeros frutos, anuncias la mala suerte del amor. Y él recoge frutos caídos (en eso señaló al filósofo que aún contemplaba con furia a los poetas y trataba de marcar un número en su móvil), replica, dice que amar es una falacia. Pero tú aguardas el amarillo que sabes bueno a mitad de estación. Entonces los precipitados y tardíos quieren amar como vos sin preguntarte.

(Ella) —Eternizas mi mirada hacia los bosques y regresas a este ruiseñor del canto junto al ángel redentor con panes que cuecen los amantes...

(Él) —...Eternizas mi mirada y la habitas con tus ojos. Tú sabes mi trino y sonido al posar y mis ojos como riscos de penumbra hacia ti...

(Él y ella) —¡No sabes cuánto vuelo para encontrar!

(Él) —Viniste ámbar en el albor como presagio. En cuerpo total llenaste la lámpara para mi trecho de gozo, porque sé, viejo amor, que alumbras a los amantes hasta cegarlos y te vas a otros a eclipsar sus pupilas...

(Ella) —...Porque eres de andar por ahí siempre, eterno cometa regando su fuego para este juego de las ansias

(Él) —No es posible la red contigo, ni la trampa del faquir, ni el hoyo del montero: haces caer a tus despistados que amanecen amando...

(Ella) —...Te haces el invisible, el hosco, el nunca existe algunas veces, pero es para tu juego de las ansias, es para la sed al punto límite; luego apareces jarrón rebosante, fuente, pétalo, rocío para libar a dos.

(Él) —Algunos hirientes contigo se esconden cuando irrumpes con tu juego de saetas y fingen sólo compañía, pero tu llama tampoco es de ocultar.

(Ella) —...Y en ti acaban los orgullos, las maldades, las vergüenzas...

En las cercanías del Parque Nacional evidentemente se armaba una redada dirigida hacia el verde y florido reducto, el viejo filósofo en su jerga había alertado a las autoridades de «dos violentos traficantes del amor», por lo que la mujer del puesto de policía al teléfono entendió lo propio de su oficio: «dos peligrosos narcos» habían traspasado la cinta amarilla haciendo caso omiso a las advertencias de la seguridad del rey Corona.

(Él) —Contenida en el azul cofre del aire aguardabas algo. Alargué mis ojos hasta donde estabas nerviosa, fuiste cómplice en la espera, hiciste las señas necesarias para el propicio encuentro: no temimos el amor, no razonamos la distancia, ni los curiosos helaron los pasos de acercarse, ni las llamadas a misa...

El alma del poeta difunto todavía no partía de este mundo, y penaba, recordando el amor de sus ya extintos padres españoles:

—No escuchar la dorada espiga en la verde torre —hiedra y olvido— que acercó las miradas por viejos caminos de pasear el amor. La cicatriz del solar donde el ave de su dicha imprimió el beso, la derruida cerca donde tu mano, padre, hiciste flor, y la pupila de madre, azul mariposa, ondeara luminosa en tu mejilla. Allá en el otero quieto aquellos amorosos...

(Ella) —Acerca la bandera de hielo de mis ojos, vela apurada hacia tu mar. Doy mi mano por tu mano, mis pupilas por las pupilas de tus ojos.

(Él, señalando un rugoso árbol siempreverde) —En ese Uruca donde el negro a la tarde alborota a los amantes, encontrarnos; beber donde dices fuente de tu dicha, en la gruta de peces rojos.

El poeta sobre los amantes, atrapado por esta atmósfera irresistible pero que tornaba a peligrosa, seguía en su monólogo poético recordando un viejo amor, rubio y de ojos azules, llamado Claudia y que había muerto hacía treinta y cinco años en la lejana Suiza; ajeno al mundo, sin sospechar siquiera había muerto ni vaticinando lo que estaba por acaecer en la plaza:

—Te recuerdo en la parte de los viejos recuerdos. Dijiste que era yo un marino, quedaste así pensándome siempre, sin llegar a mis manos de adentro, de las de hundir la tierra a cada palmo. Y en ti -ahora en la parte de los viejos recuerdos tuyos- aún libero velas, desato nudos a tu libertad, te miro desde lejos con anclados ojos.

(Él) —Es el paseo, caminas conmigo no tanto llegar hasta tu puerta, no, no es que venga hasta tu puerta a buscarte, es el paseo de ir nada más sin llegar a inicio ni a final.

(Ella) —Somos tú y yo peregrinos inconclusos de puerto o casa, de tantos años o esos días sin reloj, sin calendario, ni compartir con nadie resquicios que persiguen acabarnos.

(Él) —Es el paseo sin términos: dos ojos exactos mirando las mismas cosas sin perder, sin perderlas.

(Ella y él, que ya presentían de esta no saldrían):

—No sabemos cómo librarnos de él ni pasar sus páginas todavía, ni saltar por la borda sin llegar a esa luz que creemos con inocencia definitiva. ¡Pobres y rotas mariposas satisfechas de aventura! Filosas aves nos empujan a la sombría rama del alcor, temblorosos, sin poder asirnos a la terrible oscuridad cierta...

(Ella) —Quedarse aquí es seguro, al menos el amor —aconsejan— es el aire más diáfano y bueno para remontar.

(Él) —Aunque nos muramos por él, amada. 

El poeta en su rama había tornado en llanto, delirando:

—¿Qué haremos cuando esté lista la casa y su jardín al vuelo de las aves? Escribe nuestros nombres en el néctar, deja tu pómez en mi negro caminar para no perderme el llegar a ti, para avistar el risco donde tiemblas ausente. Sé la barca y los peces de este dolido mendigo, viste, amor, con tu hilo para ser el vistoso que entre frondas vuela. Está lista la casa y su jardín al vuelo de las aves.

»Quedaste en el color del amor sin pasar hacia donde guardaba lo que tú -suponía- debías libar. Tal vez miedo o como miras el tiempo tontamente, tal vez nada. Abrevé en ti sin reparar en el vano transcurrir, hice de los años horas y minutos, de los años que seguro tú tomas rigurosa para la entrega, pero él sólo ansía el tañer de las campanas sin restarnos, de las que suman al encuentro, ésas de fiestas y de bodas que anuncian tu nombre y el mío y los nuevos hijos. Quedaste en el color del amor sin pasar».

Al unísono los dos amantes sentenciaban enfatizando palabras clave en un himno final, y compartiéndose sus audífonos que les proveían del jazz que amaban:

—Sin calendario, ni complicidad del reloj, desprevenidos, inédito en nieves desiertas, en hilos de aroma y miradas que tiñen alegría y fiesta, ama. Sin miedo, rota mariposa de agonía, acaricia. A los alcores ingrávidos del arco iris y a veraneras escapadas al alma, fuga. Púrpuras olas de fuego, rescoldos de otro amor, transita. Sin promesas desesperadas, si migramos unidas las alas, ansiosas manos de unir cuerpos totales, amarás.

El Parque Nacional se encontraba ya sitiado por un millar de policías. Desde un dron descubrían el cuerpo de un hombre barbudo entrado en los cincuenta. ¡La supuesta pareja narco era de lo más peligroso!

Una ligera lluvia caía...

A punto de partir, Favio abría su salveque para sacar el paraguas negro...

Pero otra lluvia, de plomo, acabó con aquella tarde perfecta.

FIN 

Este Día del Amor y la Amistad les comparto 'Soledad', de Chelo:


NOTA: El anterior cuento contiene el poemario ‘Para tu olvido, palabras’, que iba a publicar el pasado año Editorial Poiesis, pero que decidí darle 'mejor' destino en los diálogos de los dos amantes del relato y el espectro del poeta. Entonces, agradecido, dediqué cuento a los poetas de esa casa de cultura literaria costarricense mayormente abocada a la creación y promoción de la Poesía.

Cuento © 'Imaginar el Amor bajo la dictadura del rey Corona', del libro 'Golpes bajos' (octubre 2020; Ediciones Nudo sin Fin, 104 páginas).

UN PRESENTE LITERARIO Y POÉTICO EN ESTE MES DEL AMOR Y LA AMISTAD

Mis dos libros pueden ser adquiridos por los estimados lectores y lectoras de Costa Rica y el extranjero. Precio 'Golpes bajos', 7,000 colones, incluye envío por Courier. Si usted habita la Gran Área Metropolitana (de Paraíso de Cartago a San Ramón de Alajuela) con gusto se lo llevo hasta sus manos, igual costo. Lo mismo que mi obra, también de cuentos, 'Los perros también soñamos' (octubre, 2019; Veragua ediciones, 96 páginas). Si adquieren las dos publicaciones, precio especial: 12,000 colones. Mi WhatsApp: (506) 85-28-84-87, por lo que pueden realizar transacción por Sinpe Móvil. Si se adquiere desde el exterior cada uno de los libros por separado: $20, los dos: $30.




3 comentarios:

Anónimo dijo...

No pude dejar comentario con mi cuenta, pero igual: es un placer releer un cuento de esta obra notable (GOLPES BAJOS).

Saludes.

CRVC.

FRANK RUFFINO dijo...

¡Gracias estimadísima amiga!

Unknown dijo...
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