Aunque extramuros para el mundo laico ese pequeño pero poderoso Estado simula ser un lecho de rosas celestial donde el mal y la intriga no tienen cabida, entre corrillos, Benedicto XVI había sido un «duro de matar» para buena parte de los doscientos veintidós purpurados del Colegio Cardenalicio y el mismo Papa Francisco.
Pero como ni el excepcional y longevo pontífice emérito pudo llegar al centenario o más (lo que tanto temían sus adversarios liberales), ese 31 de diciembre de 2022, el poderoso e influyente alemán exhaló su último hálito a los noventa y cinco años y la suerte se le acabó a Georg, su secretario personal y prefecto de la Casa Pontificia.Aún tibio el cuerpo del tradicionalista de Joseph, el reformista Bergoglio mandó al ujier Robertini a llamar a su secretario, el prelado Pietro Parolin, quien había sido arzobispo titular de Aquipendium y nombrado secretario de Estado de la Santa Sede, una década atrás cuando reemplazó al viejo cardenal salesiano Tarcisio Bertone.
El secretario Pietro acudió al instante y Francisco despachó a Robertini en su estilo bromista y distendido:
—Fuchi, fuchi... que tenemos que tratar un asuntillo de Estado, querido Robertini.
El ujier corrió hacia la gran puerta dorada de la oficina papal, cerrándola y «perdiéndose» tras ella, mas, inmediatamente dio un paso en reversa y pegó su oído para enterarse de lo que le parecía a él tener visos de secretazo de Estado.
—Le llegó la hora al necio de Georg —le dijo Francisco a Parolin—. Necesito urgentemente una embajada papal que eclesiásticamente se considere de «retiro», y lo suficientemente alejada de mi Curia Vaticana para que este arzobispo deje de crearme problemas, como ha estado haciendo desde la muerte de Joseph.
—Por supuesto, Excelentísimo. ¿Qué negro destino ordena para el susodicho?
—¡Pues eso que le he dicho, destierro, sólo destierro, y entre más lejano sea, mejor, mi amigo Parolin!
Entonces éste fue a la pared oeste del salón contiguo mientras Francisco le seguía y cubierta totalmente con representaciones de las infinitas posesiones y dominios geográficos del reino católico y señaló la Nunciatura Apostólica de Manila.
—¿Qué le parece aquí? —Le sugirió a su jefe, que, ante la imprevista noticia de la muerte de Benedicto, aún calzaba sus pantuflas preferidas, cuyo único lujo estribaba en dibujitos de querubines bordados con filigranas de oro y plata.
—¡De ninguna manera, deseo más agua de por medio, al otro lado del Charco, que sea en el fin del mundo, el ostracismo total! —Vociferó el influyente sucesor de San Pedro en esta Tierra.
—Oh, pues así pues sí, mi Santidad, ya comprendo ese deseo —dijo Pietro dirigiéndose al ángulo de la pared, donde el mapa del orbe ecuménico se estrechaba en una franjita, un istmo, el centroamericano... y puso su índice en un puntito que quedó desaparecido—. ¡Costa Rica! —Recomendó por fin con aires de rotundo triunfo.
—¡Magnífico, magnífico, querido, no puede existir destierro más aleccionador que la Nunciatura de la diminuta ciudad de San José arquidiócesis! —Gritó emocionado al tanto se frotaba las manos.
Y es que diez mil kilómetros no eran poca distancia de la Curia Vaticana para «deportar» al escollo de Georg Gänswein que tras el deceso de Ratzinger habíase trastocado en una piedra en el zapato del pontificado de Francisco. Su hábil movida le apartaba de la Curia dándole una salida a la nunciatura del minúsculo país.
—¡Ya hay lugar para el revoltoso de Georg! —Se pasó diciendo ese grandioso día el bueno de Francisco.
Henchido de emoción, se acercaba a los cardenales preferidos de su círculo íntimo y les lanzaba al oído la gloriosa frasecita.
Aunque en honor a la verdad, esa mañana el ujier Geovanni Robertini había corrido hacia la Casa Pontificia donde todavía Gänswein fungía de prefecto.
De ese modo, él y los morados aliados de la férrea ortodoxia católica que representaba el hoy extinto Papa emérito, sabían de esta jugada que consideraron un golpe pero que muy bajo.
Y es que no era para menos la tremenda turbulencia que se iba provocando en los pasillos y cientos de recintos de la Santa Sede, pues con esta decisión, el poderoso jesuita pulverizaba toda clase de influencia mediática e institucional de Gänswein en la vida cotidiana de la Curia Romana.
—Costa Rica, destino absolutamente necesario y acorde para ese díscolo de Georg, cabecilla de mis opositores y todavía megáfono del difunto —dijo en conveniente inglés Francisco a su camarlengo Kevin Farrell.
—Oh, cómo no, su Divina Santidad, yo mismo me aseguraré esta misma semana de darle la noticia y trasladar por escrito su decreto —terció el rollizo irlandés.
—¡Que así sea! —Sentenció Francisco.
Pero el exsecretario Gänswein, como hemos dicho, considerado «sombra» de Ratzinger y ahora una fiera acorralada y herida, no iba a aceptar así porque así esa degradación y destierro sin chistar, por lo que, pagados los «treinta denarios» inútiles al chismoso y Judas de Robertini, puso en práctica lo que, según él, sería su venganza y de tal guisa lo demostró con la publicación de sus controvertidas memorias, bajo el título «Nada más que la verdad. Mi vida junto a Benedicto XVI».
Una de tantas editoriales españolas había dado cabida a esa furia de despechado y viudo caído en desgracia, y no fueron pocas ni cortas las denuncias en que revelaba una confrontación oculta entre el paradigma de Iglesia de Francisco y el defendido por el otrora sumo pontífice emérito.
«Benedicto me dijo: “parece que Francisco ya no se fía de mí”», escribía el arzobispo en la obra vendetta que desde hacía meses estaba concluida previendo la inminente muerte de su mentor.
Pero ya era tarde para despotricar sin ton ni son. Exilio era exilio, y pocos adquirieron el libro del desterrado, de tal forma también nadie se hizo eco de ese atribulado final.
A estas alturas de los acontecimientos, Gänswein ya había abandonado el monasterio Mater Eclesiae, donde residió con el Papa emérito. Por pocos meses habitó un piso de trescientos metros cuadrados muy cercano a Casa Santa Marta, quedando, aseguran, el alquiler sin pagar con su apresurada salida de Roma.
Mas, antes de partir, aún podía dar alguna prueba de su antigua grandeza y poder, porque ahora, siendo el único albacea de Benedicto, trató de finiquitar varias diligencias tendientes a capitular con los últimos deseos del extinto prelado.
Esa víspera de su exilio anunció haber encontrado a cinco primos de Benedicto. «A los que deberé de escribir para ver si aceptan o no los fondos que pueda tener éste en su cuenta del Banco Vaticano. El resto de sus bienes han sido cedidos a la Santa Sede y a la Fundación J. Ratzinger».
Más tarde, el nuncio en Costa Rica, el italiano Bruno Musarò, quien desde hacía años deseaba lo libraran de ese cargo a fin de retornar a su región de Toscana a disfrutar de una merecida jubilación, y una pequeña comitiva de obispos junto al presidente de la República, el canciller y altos funcionarios, recibieron al devaluado Georg Gänswein.
Aunque casi una década menor que Musarò, el viaje de diez horas y el peso de la derrota habían envejecido como veinte años a Georg, por lo que todos contemplaron, a pesar de sus sesenta y ocho años, a un viejecito descender de las escalinatas de la aeronave.
La voluntad de Bergoglio se había cumplido.
FIN
*
—Costa Rica, destino absolutamente necesario y acorde para ese díscolo de Georg, cabecilla de mis opositores y todavía megáfono del difunto —dijo en conveniente inglés Francisco a su camarlengo Kevin Farrell.
—Oh, cómo no, su Divina Santidad, yo mismo me aseguraré esta misma semana de darle la noticia y trasladar por escrito su decreto —terció el rollizo irlandés.
—¡Que así sea! —Sentenció Francisco.
Pero el exsecretario Gänswein, como hemos dicho, considerado «sombra» de Ratzinger y ahora una fiera acorralada y herida, no iba a aceptar así porque así esa degradación y destierro sin chistar, por lo que, pagados los «treinta denarios» inútiles al chismoso y Judas de Robertini, puso en práctica lo que, según él, sería su venganza y de tal guisa lo demostró con la publicación de sus controvertidas memorias, bajo el título «Nada más que la verdad. Mi vida junto a Benedicto XVI».
Una de tantas editoriales españolas había dado cabida a esa furia de despechado y viudo caído en desgracia, y no fueron pocas ni cortas las denuncias en que revelaba una confrontación oculta entre el paradigma de Iglesia de Francisco y el defendido por el otrora sumo pontífice emérito.
«Benedicto me dijo: “parece que Francisco ya no se fía de mí”», escribía el arzobispo en la obra vendetta que desde hacía meses estaba concluida previendo la inminente muerte de su mentor.
Pero ya era tarde para despotricar sin ton ni son. Exilio era exilio, y pocos adquirieron el libro del desterrado, de tal forma también nadie se hizo eco de ese atribulado final.
A estas alturas de los acontecimientos, Gänswein ya había abandonado el monasterio Mater Eclesiae, donde residió con el Papa emérito. Por pocos meses habitó un piso de trescientos metros cuadrados muy cercano a Casa Santa Marta, quedando, aseguran, el alquiler sin pagar con su apresurada salida de Roma.
Mas, antes de partir, aún podía dar alguna prueba de su antigua grandeza y poder, porque ahora, siendo el único albacea de Benedicto, trató de finiquitar varias diligencias tendientes a capitular con los últimos deseos del extinto prelado.
Esa víspera de su exilio anunció haber encontrado a cinco primos de Benedicto. «A los que deberé de escribir para ver si aceptan o no los fondos que pueda tener éste en su cuenta del Banco Vaticano. El resto de sus bienes han sido cedidos a la Santa Sede y a la Fundación J. Ratzinger».
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Cabizbajo y derrotado, este antiguo prefecto de la Casa Pontificia, abordó un avión en el Aeropuerto de Roma-Fiumicino, rumbo al pequeño y verde país que muchos confunden con Puerto Rico a ocupar su «nunciatura de descanso» como se le suele llamar en términos diplomáticos a esa sede, donde a la Iglesia Católica aún se le tiene como religión oficial del Estado según el artículo 75 de la Constitución.
Un destierro sereno políticamente hablando, ayuno de poder real, sin pena ni gloria.
Más tarde, el nuncio en Costa Rica, el italiano Bruno Musarò, quien desde hacía años deseaba lo libraran de ese cargo a fin de retornar a su región de Toscana a disfrutar de una merecida jubilación, y una pequeña comitiva de obispos junto al presidente de la República, el canciller y altos funcionarios, recibieron al devaluado Georg Gänswein.
Aunque casi una década menor que Musarò, el viaje de diez horas y el peso de la derrota habían envejecido como veinte años a Georg, por lo que todos contemplaron, a pesar de sus sesenta y ocho años, a un viejecito descender de las escalinatas de la aeronave.
La voluntad de Bergoglio se había cumplido.
FIN
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© 'El destierro de Gänswein' es un cuento de no ficción que escribí a fines de marzo pasado. Va incluido en mi tercer libro de relatos Para matar a un androide (2023).
PARA ADQUIRIR MIS LIBROS DE CUENTOS
Amigos lectores, pueden conseguir mis tres libros de cuentos «Los perros también soñamos» (2019), y «Golpes bajos» (2020), y "Para matar a un androide" (2003) cada uno en 7,000 incluye envío por correo rápido. Si compran las tres obras: 15,000 totales. Pueden realizar un Sinpe a mi número: 85-28-84-87 y enviarme reporte y dirección a ese mismo número de WhatsApp. Lo mismo: si me proveen dirección física o apartado, una vez que les paso colilla de correo hacen la transacción, o bien cancelan hasta tener el libro -s- en sus finas manos lectoras.
A amigos y amigas de Tilarán... bueno, por vivir aquí: 5,000 colones por libro (12,000 los tres libros) y se los llevo a su casa.
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THE MASS
Hoy les comparto, del proyecto musical del francés Eric Kevin lanzado desde 1996 hasta la fecha, Era —acrónimo de Eminential Rhythm of the Ancestors, estilizado como +eRa+— y que mezcla cantos gregorianos con ritmos modernos como el rock, el pop y el dance, clasificado dentro de la música New Age, su famoso tema The Mass (2003):
https://youtu.be/iqmdBAQglXY
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https://youtu.be/iqmdBAQglXY
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Tiempos de poder para el arzobispo Georg Gänswein, enemigo del Papa Francisco, mientras Benedicto XVI reinó como Papa y luego de Emérito. En la capilla del monasterio Mater Eclesiae:
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