I. Aparición
Abordé el tren en el último de sus cuatro vagones con capacidad para treinta o cuarenta pasajeros, y avancé por el pasillo tratando de elegir cualquier asiento porque sólo un viejo ocupaba todo aquel carro de la locomotora 84. Al pasar frente a él, sin más entabló conversación...
—¿Sabe algo? —preguntó el tipo con una confianza inédita.
—Perdón señor... —y volteé pensando que hablaba a un conocido suyo no advertido, pero este carcamal confianzudo me interpelaba—. ¿Qué necesito saber? —le repliqué.
—El astronauta Franklin Chang nunca regresó del espacio en su último viaje. Fue suplantado allá, por lo que este otro que usted y yo vemos en su laboratorio es un alienígena que está aprovechando la capacidad y atestados científicos del chino para que los de su raza cósmica puedan intervenir esta realidad...
—¡Ah, y el Trump de hoy también es la versión arribada desde las Pléyades!
—Todo esto se remonta al año 2002, en su última misión, la sts-11 en el Transbordador Endeavour a la Estación Espacial Internacional. En su poco prolongada estadía en el cosmos, Chang realizó tres caminatas para reparar las articulaciones del brazo robótico. En la última los alienígenas operaron el cambio y ni sus compañeros advirtieron cuando Franklin ingresó a la nave.
—¡Dios, ese viaje no debió producirme emoción alguna porque ya ni le recordaba! —le dije, por poco vociferando.
Luego, quién sabe a causa de qué inercia o influjo operando de súbito en mí, yacía sentado junto al viejo excéntrico (o loco de remate). Asombrado de esta debilidad y torpeza, extraje de la mochila la botellita de alcohol en gel marca Superdragón y realicé profunda inhalación pensando disipar el aturdimiento o lo que fuera... Transcurrió un minuto o dos y entonces «desperté» para constatar únicamente que estaba bajo el hechizo de esa cosa lunática de al lado.
—De las Pléyades no creo, quizá del Hades —dijo, refiriéndose a ese energúmeno de la Casa Blanca que encarna a la perfección al Tío Sam.
Me extrañaba no llevara mascarilla sanitaria ni que alguien de la tripulación le emplazara por tan grave falta, que, sabemos, imposibilita el ingreso del pasajero a todo elemento vehicular de transporte público durante esta larga «cuarentena».
Ante mí, aguardaba un viaje de treinta y cinco minutos de la Vieja Metrópoli a la capital, de tal forma que me dediqué a ponerle más atención al susodicho señor, escuchando sus insensateces para entretenerme...
—Pero, si es como usted dice, ¿qué ocurrió con nuestro célebre astronauta?
—El astronauta y físico nuclear Franklin Chang-Díaz es mantenido en estado suspendido, ya sabe usted, bajo una especie de hibernación, congelado en el tiempo, aún con sus cincuenta y dos años...
—¡Ufff, qué lío! —atiné a decir—. Y extraña mucho que ni su esposa, familia y amigos íntimos hayan notado que éste de la actualidad sea falso desde 2002.
—Pues así sucede con estas cosas, harto sabemos y se ha escrito mucho, ya que apenas empleamos siquiera el diez por ciento de capacidad cerebral y nuestros sentidos son apenas algo: creemos oler, creemos ver, creemos escuchar... y nada somos comparados al olfato de un perro, la vista del águila y el oído del murciélago... Esto a nivel físico, sin tocar capacidades extrasensoriales de algunos seres que muy pocos humanos poseemos...
—¿Poseemos? ¿Está diciendo usted es superhumano psíquico y un genio al nivel de Albert Einstein o de las capacidades paranormales de la médium Laura Lynne Jackson?
—Usted lo dice, planteando la pregunta ya respondió...
—¡Oh Dios! —dije alzando la voz, enfadado ya con el tipo—. ¡Creí en el pasado haberme incomodado al lado de un viajero, pero usted rompe toda marca de pasajeros indeseables!
—¡Usted también lo dice y se responde!
Entonces, constatando la soberbia impertinente y desatino de este hombre, lo acredité de loco, un caso perdido y me relajé interpretando tan ridícula escena como una prueba más de resiliencia ante las vicisitudes vitales. Pero, sin olvidar mi oficio, quise aprovechar la oportunidad de obtener material a bajo costo para alguna de mis historias literarias. Así cavilaba, cuando el tipejo señaló algo por la ventanilla:
—¿Ve ese oleoducto?
—Sí, es un medio eficaz y eficiente para llevar el crudo del puerto hacia los tanques de la refinadora de petróleo al interior del país.
—¡Así es! Aunque había creído que este oro negro venía importado en barcos tanqueros de México, Oriente Medio o Venezuela..., ¡si aquí mismo se extrajo! Hace unos años me di a la tarea de seguir al llamado «gusano de hierro». Recorrí ciento dieciséis kilómetros caminando al lado del oleoducto, y..., ¿sabe qué...?
—¿Qué?
—Pues que al llegar a su final en el litoral atlántico, la cañería se internó en la arena entre la maleza. Al principio no entendía, quedando boquiabierto, mas, al alzar la vista comprendí: ¡el tubo iba bajo el mar hacia Isla Uvita!, llamada antiguamente Quiribrí. De ahí el Estado explotaba el recurso, y nadie lo sabe en este país, excepto el crimen organizado que cada cuatro años se releva en el poder. Esta especie de atolón deshabitado se encuentra a tres kilómetros de la costa de Puerto Limón, mide apenas un kilómetro cuadrado, siendo lo primero que Cristóbal Colón divisó y pisó del territorio nacional en su cuarto viaje de 1502. Le llamó La Huerta, apreciando el verdor y frondosidad, sin imaginar que bajo la superficie de coral tiene existencia un portal múltiple de energía, donde el crudo sólo es una parte física tangible...
—¿Y los ambientalistas..., están pintados en la pared? —dije molesto, al tanto me tuve algo de lástima al sentirme envuelto en el desatinado rollo de este demente de antología.
—Usted lo dice, pintados en la pared, como un cuadro del gran Amighetti.
—Si la misma Isla Uvita es una plataforma petrolera, ¿dónde ubicamos las bombas y las torres?
—Parece el petróleo ahí está a poca profundidad en el subsuelo, y el viejo faro inglés que construyó en 1891 Minor Cooper Keith, con sus veintisiete metros de altura, camufló por mucho tiempo su único pozo.
—¡Qué listos! —dije, pensando que si no puedes contra un loco de esta envergadura, ¡únetele!—. ¿Y ahora, qué más?
—Durante el gran terremoto de 1991 que asoló a esa provincia, el fondo marino de coral emergió un metro, haciendo que el generoso pozo de petróleo se obstruyera en lo profundo del manto rocoso y borrando todo vestigio de esa explotación. A consecuencia de la debacle económica, y temiendo el grupo de poder que descubrieran el histórico engaño político, el presidente Figueres cerró el tren. Hablo con conocimiento de causa, estuve en el hospital leprosario en donde dejé mis huesos...
Así charlábamos, cuando la asistenta anunció por megáfono el arribo a la Estación al Atlántico, en donde debía bajar. Caí en cuenta que la morenaza, que había ido de aquí para allá, no nos había cobrado el pasaje. La frase «...dejé estos huesos» me quedó como un eco retumbando en el cerebro... Entonces comencé a fijarme más en el aspecto de mi interlocutor demente. Mostraba una palidez extraña, diría, propia de un ser translúcido revelando las venas y hasta los huesos.
La pitoreta del tren sonaba cada cien metros en los cruces, avisando a los choferes de automóviles la soberana locomotora 84 venía con todo. Me incorporé y extraje el salveque del maletero y, al querer decirle adiós al loco, éste se había hecho humo, literalmente humo...
Conmocionado, corrí por el pasillo, al tanto la locomotora había detenido el convoy y la chica abría la portezuela haciéndose a un lado para darle espacio a una anciana pasajera de la cabina contigua. Esa maltrecha vieja bajó y le secundé.
—¡Muchas gracias! —le gemí en un ladrido ahogado a la tripulante, que no tuvo reacción alguna y ni siquiera me miró.
Temiendo lo peor, creí ser el hombre invisible. Caminé lentamente por el andén aguardando el tren pasara con el cometido de saltar la línea ferroviaria, deseando encontrar un taxi cuanto antes. Mientras, por inercia de narcisista sin cura, ante el gran ventanal de la estación sólo había aire. Petrificado, no quise avanzar hasta constatarme vivo. Me derrumbé sobre mis rodillas suplicando a Dios se materializara mi cuerpo. Al fin la locomotora partía, pasó el vagón uno y se cristalizó mi cabeza; el carro dos hizo lo suyo para ver este tronco rechoncho; por último el tres, ¡y fue dable apreciar al personaje que conozco desde 1965! Suspiré de alegría albergando un miedo inusitado e irracional de que volviera aquel ente demoníaco, de tal forma aceleré los pasos a la cacería del taxi más próximo y experimenté una satisfacción malsana al comprobar el conductor frenó de lleno frente a mi humanidad.
Ya refugiado en casa, esta cabeza iba aclarándose conforme bebía una taza de café, percatándome todo el viaje había estado junto a un alma en pena maldita, ¡el fantasma de un loco!
II Salir de dudas
Transcurrió una semana y no olvidé el incidente del ente maníaco, teniendo como escenario propicio a un tren solitario en tiempos de «cuarentena», la vetusta locomotora 84. Hará unos seis años dejé la bebida, y confieso nunca usé drogas ni he padecido la más leve depresión y estrés crónico, a tal punto, me es imposible describir estos males pandémicos ante los cuales cualquier virus palidece por su poder de destruir vidas.
Tampoco soy dado a automedicarme, así, realizando el balance, es fácil descartar la posibilidad de que esté yo sufriendo alguna clase de trastorno psiquiátrico.
Ya sosegado y con el coco frío, pensé en ese encuentro paranormal del fantasma de un chiflado que exhibía un coeficiente intelectual muy por encima de la media, quizás rayano en el genio, y este hecho me mostró el camino porque muchos datos aportó el aparecido de la locomotora 84, de tal manera me decanté por acudir a un historiador nacional de peso, y no a un terapeuta mental. Obviando el rollo del astronauta y del petróleo, existían en la exposición del alienado muchos datos crudos fácilmente comprobables.
Contacté al notable Maestro Vladimir de la Cruz de Lemos, a quien por casualidad tenía en mi libreta de profesionales. Como suele ser de escasas palabras cuando el tema se aleja de su amada ciencia histórica, pues apliqué algo de mi carrera de periodismo yendo al grano. Inventé una trama falsa: mi hijo Octavio de once años necesitaba presentar virtualmente la última tarea del curso en Estudios Sociales, misma que había postergado aplicándose más a su pasión por los legos. Ya no había opción de investigar, a una hora de vencerse el plazo para la entrega de la supuesta «asignación». He aquí el momento decisivo a fin de comprobar si lo sucedido en la locomotora 84 fue un extraño y súbito episodio de locura en «cuarentena», o la genuina aparición de un espectro perturbado:
—¿Cómo se llamó antiguamente a la isla que conocemos hoy con el nombre de Uvita? —dije a don Vladimir, quien de buena gana aceptó socorrernos en este «reto académico». Sin más preámbulo, la respuesta me resultó lapidaria:
—Quiribrí.
«Quiribrí, Quiribrí, Quiribrí...», repetí cual palabra satánica y empecé a sentir mi presión arterial bajaba. Tuve que restablecerme, pensando había sido alguna insólita coincidencia afortunada... «Pero, ¿cómo?, ¡si apenas sabía de la existencia de Uvita, menos de su nombre precolombino!», cavilé.
Entonces, me acomodé mejor en el sofá cama, y, trémulo, arrasado por un miedo indecible, por fin lancé la siguiente pregunta:
—Pero, don Vladimir, refieren aquí, en este cuestionario, que Cristóbal Colón le había llamado por otro nombre...
—La Huerta.
—¡Ay, madre mía, madre mía señor de la Cruz!
—¿Se siente usted bien don Ruffino?
—Sí, disculpe, la historia embruja mi alma, a tal punto de volverme un patético sensiblero. Me recrimino por elegir la profesión de periodista, ¡si ahora todos lo son por las redes sociales!
—¡La historia es pasión y magia, sin ella no somos nada!
—¡Nada, doctorcito! —dije arrasado de pavor al saber ya, ¡había estado frente al fantasma de un loco!
Pero debía guardar la entereza y confirmar totalmente la naturaleza de ese episodio con por lo menos cuatro preguntas más. En estos casos es mejor aportar mayores elementos de juicio buscando acreditar su existencia y no quedarnos en el esbozo de un simple reflejo tomado por aparecido o duende o cosa rara del más allá.
—¿En el tema de salubridad pública, a principios del siglo XX, Isla Uvita fungió de centro restablecedor de alcohólicos y consumidores de yerba?
—¡Ja, ja, ja!, de ninguna manera, hombre: se utilizó, principalmente, para desterrar a los leprosos, de ahí le llamaran «hospital leprosario», aunque también trataron a contagiados de malaria y otros males por el estilo.
—Bien, bien, don Vladimir, ahora, las últimas tres preguntas —dije. Miré mi buzo y desconcertado descubrí estaba anegado, ¡anegado de mis propios orines!
Coloqué una postal de San Rafael Arcángel al pie de mi ordenador y, fuera de sí, lancé la segunda y última parte de la supuesta tarea, igual, empleando algunas preguntas capciosas de comprensión de lectura para que mi interlocutor creyera se trataba de un genuino trabajo escolar.
—Franklin Chang realizó su séptimo viaje al cosmos en el Challenger. Mencione alguna particularidad de esa misión.
—No, fue en el transbordador espacial Endeavour. En ésta, que tuvo ocurrencia en 2002, el científico realizó cuatro caminatas espaciales cuyo objetivo pasaba por reparar los brazos robóticos de la Estación Espacial Internacional.
—¡Excelente profe, me derrumbo, de esta no salgo! —gruñí emitiendo un quejido mientras mi cuerpo corpulento de noventa kilos y metro ochenta había trastocado a ridículo muñeco de trapo, del miedo que albergaba ya, carga inaguantable para un solo individuo.
—Disculpe, ¿qué dice usted?
—No, no, quise decir sólo excelente, repito, de verdad, cómo me emociona la historia.
—Ah, ya, la historia lo es todo, ¡todo! —vociferó eufórico.
—¡Por supuesto doctor! Pero prosigamos, para no robarle su valioso tiempo.
—¡Bien!
—¡Oh Dios, San Rafael Arcángel, un fantasma en tiempos de pandemia, ay don Vlad Tepes, ay don Vladimir Putin!
—¡Así es, comprendo esté emocionado y fuera de sí confundiendo a dos grandes como Vlad Tepes o Vladimir Putin con mi nombre y persona, también ahora teniendo Wikipedia y las fakes news a la mano todos se creen historiadores y periodistas de alto nivel.
—Bien dicho, esclarecido profesor.
Haciéndome el fuerte, hice otra pregunta:
—Durante esa misión, confinados en la cruel soledad antihumana de allá afuera, ¿cuáles eran los nombres de los veinte astronautas que acompañaban a Franklin en ese periplo cósmico hasta el llamado «planeta rojo»?
—¡Graciosa pregunta por errónea! La sts-111 trajo de regreso a la Expedición 4, que llevaba seis meses y medio en la estación, y fueron siete astronautas involucrados en total. Partieron con Chang, Philippe Perrin, Paul Lockhart y Kenneth Crockell. El viaje no tenía a Marte de objetivo, donde todavía no ha podido dar un paso el Hombre, aunque Trump acaba de anunciar la conquista total del planeta en 2021.
—Parte de su respuesta me suena a Wikipedia…
—Bueno, hasta uno consulta ahí cuando son datos pequeños para no abrir mis amados mamotretos de historia…
—Ah ya, sí, deben pesar toneladas, como los tomos de la Enciclopedia de las Maravillas del maestro, poeta Albán.
—¡Exacto, amo la poesía de don Laureano, de grata memoria!
—¡Ay, don Vlad, qué ideas las suyas Putin, todo un historiador y empala al poeta más grande en los anales literarios del país, si la semana pasada merendé con él y Sol en su residencia de Moravia!
—Se me fue, se me fue, disculpe Ruffino.
—Es de humanos errar. ¡Gracias por ayudarnos, Maestro!
—Ha sido un gusto, es bueno le entre más a profundidad a esta disciplina del conocimiento y no confunda tanto a personajes y hechos.
—¡Gracias don Vlad!
—Por nada, pero hágame caso.
—Así será maestrito.
—¡Adiós, Ruffino!
Como nuestro adorado astronauta Franklin Chang, hibernando en algún puntito de las Pléyades desde 2002, aún con sus cincuenta y dos años atrapado en un capullo cuántico, guardaba yo certeza de haber vivido una experiencia paranormal fantasmal de primer nivel en la locomotora 84. Ese inolvidable día del mes de setiembre de 2020, quizá, la aparición más compleja y espeluznante de la historia humana sobrenatural, porque ya no sabe uno si un alienígena post mortem tendrá su versión fantasma, y entre ellos igual se asustan o vuelven endemoniadamente chocarreros…
Un horror indescriptible asoló mis primeros días tras la llamada al insigne historiador del pueblo. Para mi fortuna, tratando de restablecerme de los nervios, el amigo poeta y escritor Víctor Hugo me ha rentado una habitación de su mansión, en el número 6 de la Plaza de los Vosgos, donde vive únicamente con su pareja Juliette y amada Luna, una beagle que ha perdido la vista y ya ni recuerda los infinitos ladridos contra su tocaya celeste y las estrellas. Por aquello de las moscas, Luna atesora un espectacular olfato y nos prodiga amorosa compañía y protección.
Por supuesto, de abordar un tren, ¡ni que me regalen el Maharajas Express!
FIN
Les comparto, lo que llamo yo, una bella y profunda disertación filosófica de nuestro tiempo:
¡Fuerza y Honor!
Pueden adquirir mi tercer libro de cuentos PARA MATAR A UN ANDROIDE (octubre, 2023) a través del WhatsApp-Sinpe: 85-28-84-87: 7,000 colones por ejemplar, incluye envío. Es posible cancelar una vez que llega obra.
Mis tres publicaciones de cuentos: 12,000, precio que también contempla costo de correo rápido certificado.
¡Gracias por la confianza!
7 comentarios:
Alucinante, potente cuento.
¡Gracias!
Muy bueno, gracias por compartirlo.
¡Con gusto, Luis!
Muy interesante cuento, gracias por compartirlo...
Muy interesante Frank, gracias por compartirlo!
¡Con gusto!
Publicar un comentario