Al poeta Alberto Fonseca
Frank Ruffino
I
El descenso al lugar que los hombres comunes y medrosos llaman Infierno. Una incursión mía que se convirtió en un paseo en toda regla donde conseguí cosas y las fui perdiendo por mis malas decisiones.
Ahí, entre la verdad por los cuatros costados, aprecié con más detenimiento y con gran asombro, la esplendorosa luz de las estrellas, hice amistad cierta con genuinos seres que sin pedir nada a cambio compartieron sus tesoros: el elixir de la eterna juventud y el remedio contra todos los males físicos que aquejan a los hombres.
Ya con estos presentes invaluables que jamás creí estuvieran en posesión de este labriego y sencillo mortal, agradecí a Él tal desprendimiento, y a punto estaba de emprender mi feliz regreso a la Tierra, cuando este entrañable Luzbel me abrazó por lo hombros cual padre o hermano mayor que brinda un consejo:
-Oh, sublime Poeta, único en su país tropical: como pago a tu valentía y claridad de espíritu te tengo este otro presente… –dijo parsimoniosamente con su bella y cautivadora voz de tenor.
Así entramos a un largo pasillo que recorrimos hasta el fondo donde abrió fugazmente la puerta de su alcoba principal. Allí apenas si pude apreciar a la Mujer en una cama real cuyas sábanas desarregladas semejaban más a esas deliciosas nubes en un soleado día tropical en las cuales nos apetece zambullirnos y retozar eternamente haciéndole el amor a una bella dama amada. Sí, en medio de esa blandura yacía la Madre de la Humanidad, con la que este gran alienígena que nombramos comúnmente como Diablo había concebido a los hombres en tiempos inmemoriales. Al cerrar la puerta de su habitación quedé alelado de la excitación, y como petrificado, pensando así: “únicamente el espesor de seis centímetros de esta endemoniada puerta me separaban de esa visión maravillosa que todo macho ansía en su vida”.
A una suave palmada por la espalda, Él me hizo volver en sí llevándome a su jardín de angustiadas flores y plantas que según relató habían sido alguna vez emperadores y altos dignatarios de antiguos imperios, destacando en su centro una rara flor negra carnívora que dijo ser el espíritu de mi admirado Rasputín. Tomamos asiento, y queriendo me sintiera cómodo entre esos vegetales a todas luces diabólicos que se retorcían en un continuo aullido doloroso, pero amenazante, señaló:
-No sufras, esclarecido amigo mío, no sufras más ni tortures tu mente como estas negras criaturas de sempiterno lamento y de nauseabundo aroma: ella puede ser tuya, sin embargo, sabes como humano todo tiene un costo: nada hay exento de valor allá ni menos en mi reino, -aclaró el extraordinario ángel con la pose del ejecutivo financiero más ducho que haya conocido, tal su naturaleza fascinante de genio en todas las ciencias conocidas y por conocer.
Y era que solo había una condición para acostarme una noche con esa belleza única que a lo sumo cuenta con estáticos 13 años, fuente de la naturaleza femenina más preciosa y excitante: renunciar al elixir de la eterna juventud y a la panacea reina, presentes que ya llevaba conmigo en mi retorno al mundo. De esta manera estuve estudiando la oferta de Satanás por varios días, noches en que mi deseo codicioso por poseer a la mujer de mujeres me sumió en el más espantoso insomnio y desazón de varón: la visión de aquellas perfectas curvas, piel ante la cual la porcelana parecía tosca, senos y nalgas firmes cuya lozanía era de abierta flor al alba salpicada de rocío, esa uniforme arquitectura que mareaba por momentos, atributos todos con la atracción de cien estrellas juntas…
Al fin esta naturaleza de macho enamorado pudo más que el poder de ser eterno y sano por siempre, así tuvimos amor carnal de éxtasis durante doce horas continuas. Mi extraordinaria amante me concedió también unos polvos mágicos para cuando regresara a la Tierra pudiera atesorar instantáneamente a cualquier beldad en que se detuvieran mis ojos. Tras recibir el placer absoluto durante muchas horas por fin llegó el deplorable y doloroso instante de la partida. Sobre una gran silla de cojín tapizado en seda y en donde solo podía estar cómodo el Diablo, corpulento y alto, ella tenía dispuestas nuevas ropas, vistiéndome y engalanándome con gran delicadeza y devoción; ante su espejo relucía como un príncipe bellamente infernal. Vanidad que acrecentó la ansiedad por arribar a mi planeta a conquistar a unos cuantos cientos de bellezas, pues dado que había negociado y perdido el elixir de la eterna juventud, apenas si con mi vida restante alcanzaría para llevar a feliz término esta proeza. Con el largo beso del amor y de las promesas nos desencontramos.
Salí de la alcoba magnífica y codiciada desde siempre por los hombres más osados y ambiciosos en los placeres carnales, y al dar unos cuantos pasos sin saber a dónde dirigirme en tan inmensa, rica, enrevesada y fascinante mansión de muchos niveles, de un pronto a otro sin siquiera haber sentido sus pasos, Él caminaba junto a mí como el día anterior, al punto que creí nunca había sucedido esa increíble noche de amor y solo habíamos estado deambulando por tan extraño y delirante castillo de múltiples e infinitos tesoros, de los que mi anfitrión provee allá en el planeta para que sea mundo humano. Al hacer amago, según yo, de la definitiva despedida, mi apolíneo guía echó abajo mis intenciones dando el tiro de gracia con su consumada retórica imposible de resistencia alguna:
-Precioso poeta de poetas de esa Tierra azul en que reinarás y serás respetado por tu arte, solo falta hacerte un último regalo, con el cual sé, te sentirás muy a gusto por el resto de tu larga y excitante vida… -manifestó muy convincente pero dejando que la curiosidad me quemara por dentro…
II
Emocionado, echando por tierra el regreso a mi hogar y amada Náralit a fin de presentármele cuanto antes a algunas damas que se me han resistido siempre, proseguimos nuestro periplo. En un punto nos detuvimos y mi devoto amigo empujó otra gran puerta que mi olfato campesino advirtió de caro cocobolo y cuyos bordes estaban cubiertos de láminas de grueso oro cegador, tal sus preciosos quilates. Era su cava o cueva de los vinos, mas ésta guardaba marcada diferencia con las que hubiese visto en España, cuando de joven fui de viaje al país de mis progenitores, y ahí, en Tomelloso, padre me mostró, para mi perdición, los grandes recintos del delicado vino ibérico…
La bodega vinícola del Diablo es un recinto obviamente fresco y desconcertantemente pequeño cuyas paredes son de oscuridad y su suelo de adoquines negros. Estas enigmáticas paredes, aunque claustrofóbicas, parecían inexistentes por lo que asumí eran sin término, lo mismo que el techo que estaba en el más allá, en el mismo infinito del delirio. Él iluminaba la enigmática habitación perfectamente con sus ojos chispeantes de rey y Señor de la Oscuridad, y tornaron en dos bellos luceros que hacían posible ver hasta los detalles más pequeños de ese lagar. Oh, las extraordinarias y diáfanas seis ánforas blancas de donde se diluye el vino que los hombres saben excelso al paladar! Las ricas vasijas tenían el tamaño de un hombre de estatura promedio, solo que al asomarme por el estrecho boquete de una de ellas, descubrí, estupefacto, la ausencia de un fondo apreciable. Así estas mágicas piezas inagotables: yacía postrado ante las genuinas y mismísimas fuentes de Baco! Y por un largo rato estuve ahí cual niño o Narciso que ve por primera vez su sorprendido y bello rostro reflejado en un manso lago.
A un sonoro chasquido de sus dedos, mi connotado amigo hizo aparecer una cautivadora y atrayente copa que refulgía como el diamante más diáfano y brillante, y puso las cartas sobre la mesa haciéndome otra de sus escalonadas e irresistibles ofertas:
-Bebe de ella, pero debes también renunciar a los polvos mágicos enamorantes que Mujer te ha dado, -me aclaró amablemente.
Percatándome de que este periplo estelar sería un ir dejando cosas y tomando otras, al colmo de haber renunciado al elixir de la eterna juventud y panacea contra todos los males por el placer de estar con la Mujer -cavilé-, pues no debía siquiera pensarlo dos veces: deseaba el vino supremo, lo deseaba en el pequeño y vibrante pozo de mi ansiosa boca y sentirlo deslizarse como apacible quebrada por esta reseca garganta que bien merecido lo tiene; llevarlo lentamente a la sangre y alegrar esta pobre y árida alma de hombre!
El primer sorbo encendió mis mejillas y estos ojos se aclararon como dos luceros. Bebí lentamente la primera copa y mi cuerpo y mente relajadas fueron unidad con el Universo, felices en grado sumo; la euforia y locuacidad copa tras copa irrefrenable y ya sin siquiera paladear su majestuoso contenido, dio paso a mi alter ego, el ser temido en mi Náralit del que todos huyen cuando me ven venir hacia el centro donde se concentran las mejores tabernas. Y como era de esperar se produjo la debacle: Él y su séquito de seres exuberantes, espantados, hicieron lo acostumbrado cuando pierdo toda compostura de caballero en los bebederos de la Tierra: echarme a patadas del Infierno a fin de librarse de tan súbito y ridículo monstruo.
Al rato, sin saber cómo, yacía en el bar Tilawa, beodo sobre la barra relatando a los catoliquísimos coterráneos ahí presentes mi viaje al extraordinario inframundo. Mas al poco rato todos estos energúmenos dibujaban crucifijos en el aire y proferían contra mí palabras de su escasa dicción asimilada por puro miedo en la iglesia, precisamente frente a esa taberna: “Fuera de nuestro Náralit, mentiroso poeta, ateo maldito, hijo de Satanás, hereje, blasfemo, “Pizuicas” aborto del Infierno…”, gritaban a coro, todos muy uniformes en su son, como si ya hubieran practicado el numerito para tales contingencias espirituales.
Pero ante mi sereno ser que nada malo había hecho, excepto darle rienda suelta a esta sempiterna curiosidad de vate pueblerino deseando siempre ver algo de mundo y de otros mundos, y percatándose ellos de mi seguridad y fortaleza, pusieron pies en polvorosa creyéndome así el mismísimo Lucifer. Solo el fornido cantinero quedó apachurrado cual febril gallina en un rincón del bar, con sus brazos temblorosos y en guardia como vapuleado boxeador que sabe que recibirá el nocaut de un momento a otro. Mientras esto sucedía hacía lo propio lanzándome por la barra del bar a fin de hacerme de otra botella de buen vino, riéndome a más no poder al constatar que el mundo, más que de valientes, es el reino de los cobardes, tullidos espirituales que no ven más allá de sus propias narices.
Epílogo
Desde los veinte años renuncié a ventajosas cosas por el poder del Vino Supremo, único obsequio que pude retener en mi viaje por el Infierno estelar. Nunca tuve la voluntad de decidirme por mi propio bien pues el placer momentáneo pudo más que el deseo de construir una vida buena y confortable. Mi desmesurada afición etílica impidió que me quedara con mi amada y bella novia Octavia; y a punto de obtener el título de reportero con honores preferí irme de parranda y hasta la fecha, un cuarto de siglo después, el ciertamente prescindible título en ese maldito oficio mentiroso del periodismo se me resiste; desprecié un puesto de jefe en el extinto El Heraldo, pues subir de escalón laboralmente exigía más horas de esfuerzo, mismas que dedicaba a beber en las tabernas populares de San José de Costa Rica; a causa de mi existencia licenciosa hice quebrar el negocio de ultramarinos de mi severo y frío padre, y tantas cosas que voy perdiendo por seguir a pie juntillas los mandamientos de Baco. Amén de los altercados, pendencias, enfermedades y accidentes sufridos en más de dos décadas que hoy, por tanto dolor, parecen mil años de constantes suplicios.
Lucifer, que no es más que el mal enquistado en lo humano, no engaña a nadie: solo nos pone los placeres servidos en bandeja de plata, los da y luego no los arrebata apelando a nuestras malas decisiones.
El karma funciona estupendamente bien: tengo lo que coseché: no viviré eternamente, padeceré pronto de terribles males que harán angustiosos mis días por haberle dado gusto a este cuerpo mío, más parecido a un niño malcriado que sigue exigiendo caramelos a sus desarmados padres alcahuetas; toda mujer junto a mí también padecerá de celos bien fundados por esta afición incondicional y sin medida por los buenos caldos, y al fin huirán espantadas de este poeta maldito sin un ápice de romanticismo, amor y ternura, lo que todas esperan de un hombre medianamente sensible. Y cada vez que el cantinero o camarero me sirva una copa o vaso de vino, la alquimia infernal de Baco trasmutará en mi sangre su contenido en Vino Supremo y, pobre, perdido de mí, seguiré en la alta madrugada deambulando y dibujando zigzags por las calles de Náralit, murmurando incoherencias o haciendo mis conocidas poses de samurái hasta el mismísimo día de mi muerte.
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© "Con el Diablo no se hacen tratos". "Náralit", junio de 2011.
“Con el diablo no se hacen tratos”, del libro inédito de relatos y cuentos “Poniéndole los cuernos a la Poesía”, Náralit, 6/6/2011. Bajo este título se han publicado aquí mis relatos “La fuga cuántica” y “Un mal día”. Paralelo en su temática a este cuento autobiográfico que les he presentado los invito a leer el poema, también de corte autobiográfico “Luz de estrella”, publicado aquí hace unas cuantas semanas y dedicado al gran poeta amigo Humberto Garza Cañamar.
Enlace: http://poetafrankruffino.blogspot.com/2011/10/luz-de-estrella.html#comment-form
Frank Ruffino.