Nota del autor:
Poniéndole los cuernos a la poesía
Hace unos días en “Náralit” (Tilarán al revés) pegaron ráfagas huracanadas, nada extraño si el significado de “Tilawa” (su voz indígena) significa “tierra de aguas y vientos”. Así es, amigos: de noviembre a marzo aquí puede uno alzar vuelo al infinito... De pequeño tantas veces fui arrastrado como un papel en cualquier esquina; y esto, siendo niño, era una diversión más grande que visitar Disneylandia. Pues bien: estando en mi pequeño negocio de pulpería vi pasar por la acera a un hombre flaco y alto, tal vez de uno con noventa o más, iba arrasado por esta fuerza natural que tanto amo, parte de mi terco espíritu de viento. Hice un poema, mas no me salió, y en vez de él les presento este relato, construido a partir de un poema malogrado. Relatos como éstos (que parecen periodísticos por mi formación académica) guardo decenas en el disco duro de mi ordenador. Ahora, no sé porqué, se los echo para que vean mi pobre narrativa y cómo soy de infiel a la poesía que en mí es antipoesía, género del cual no deseo desprenderme nunca. Pido disculpas de antemano y dejó también enlace de un relato de ficción (ficción posible –no es fantasía, propia del Cuento-, porque experimenté esos acontecimientos: la pintora y poetisa española Carmen Molins sabe que es así) “La fuga cuántica”, publicado el pasado abril: http://poetafrankruffino.blogspot.com/2011/04/la-fuga-cuantica-relato-de-la-vida-real.html
© Un mal día
(Relato)
No pase, “Irene” abate. El singular y llamativo rótulo destacando esas grandes letras rojas de advertencia, y clavado en un pórtico de las primeras casas del pueblo, le anunció que algo extraño sucedía, y, en efecto, empezaba a inquietarse aunque ya era tarde para tomar cualquier decisión, y el hombre alto, de anatomía de palmera, cruje por la calle, apenas si avanza sosteniéndose de las paredes, de las desvencijadas cercas, de los oscilantes automóviles estacionados a punto de convertirse en aplastantes y descontroladas moles de acero, de perros sin amo, aullantes y moribundos, de resbalosos hidrantes a chorro vivo, de los retorcidos y cortantes filos de las señales de tránsito que tan inútiles y venidas a menos le parecen en estas aciagas circunstancias: Stop, Ceda el paso, Vire a la derecha, Vire a la izquierda…. El energúmeno trataba de agarrarse de cualquier objeto, mas, a pesar de su denodado y espectacular esfuerzo por mantenerse en pie, el desprevenido pobre diablo rueda exangüe, tragado y triturado poco a poco por una convulsión de materiales y rastrojos en la húmeda calzada blanca e inasible.
Por vez primera entra en pánico, y sacando energías de lo más hondo de su ser pide socorro, clama sollozante por la salvación de su vida… Nadie sale a su encuentro, nadie ve ni puede oír nada, parece no haber humanos tras las ventanas y puertas apuntaladas con gruesos maderos y anchas planchas de playwood protegiendo los cristales y cualquier otro acceso de las viviendas, asediadas a esta hora por miles de proyectiles de todos los tamaños y formas concebidas potencialmente fatales.
Las desquiciadas campanas ahogan sus alaridos de espanto y agonía, y sus notas siniestras se le antojan de funeral aunque ningún parroquiano las mueva en esa maltrecha torre roja a punto de desintegrarse ladrillo a ladrillo; ya nadie vive ni parece existir, todos han hecho igual a las ratas que presintieron el desastre inminente y corrieron despavoridas lejos de la superficie a resguardarse del clima demencial y mortal, allá, en el corazón de las profundas alcantarillas de aguas negras, en los pozos abandonados, en los hoyos de muerto abiertos en el cementerio…
El ensimismado excéntrico ignoraba la noticia. Sustraído del mundo por elección propia, carecía de los medios básicos para darse por enterado: ni radio, ni teléfono, ni televisor, ni internet…, ni familia, ni amigos... Imposible avisarle lo que acaecería en su hogar aislado del pueblo entre el espeso monte de la altura. Arribó puntual a la Calle del Comercio a adquirir los víveres del mes, y al voltear para mirar un cielo de espesas nubes negras amenazantes cayó en cuenta que estaba inmerso en el centro de una descomunal tormenta, pero ya era muy tarde, muy tarde para regresar y muy tarde para apelar a un buen samaritano. Horas después, y conseguida la calma, yace inerte en un inmenso vertedero de disímiles escombros reunidos por el vendaval, con los ojos y boca desmesuradamente abiertos en un último rictus de espanto.
© "Un mal día". Frank Ruffino. “Náralit”, 22 de noviembre de 2011