sábado, 17 de septiembre de 2022

Cuento de Frank Ruffino: Esa sorprendente peculiaridad de los hombres de negro

 

Imagen-collage de Frank Ruffino con fines ilustrativos.

El gran estadista me había mandado a llamar. Según él, necesitaba realizar una revelación increíble, literalmente, casi fuera de este mundo.

Como, creo, no tengo mucho en común con tal señor, le di largas esperando se olvidara de ese sueño…

Así lo proyecté, mas, no se olvidó de «ese sueño» y a los pocos días timbró mi teléfono:

—¡Pónganme a Ruffino por favor!

—Disculpe, soy Ruffino, no un político nuestro, de esos psicópatas integrados que contratan diez asesores en esta república en bancarrota.

—¡Jajaja! ¡Eso me gusta, por eso me gusta usted carajo, carajito de mi alma!

—¡Ah, ya, ya, disculpe señor, no reconocí su voz, un gusto hablar con usted! Dígame, pues... ¿en qué puedo ayudarle yo?

—Hace mucho tiempo llevo una gran historia atravesada en el buche, pero no es un cuento literario de esos, de pura ficción, es un episodio que viví en carne propia y que a esta edad necesito revelar, ya poco me importan las consecuencias.

—…Pero, y bueno…

—¡No, no, ningún pero, vos sos es el mejor, tenés el suficiente poder mental y literario para emprender esta tarea!

—¡Gracias, todo un honor, señor!

—Le vengo leyendo desde hace un rato, necesito la componga en su estilo, estructure y dé un título sugerente a la altura de los acontecimientos.


*


Según lo pactado ese día, el sábado me vi tocando la descomunal puerta de cedro de su mansión, al oeste de la capital. El chofer o guardaespaldas abrió, y, sin más dilación, me llevó hasta un amplio salón. Tomé asiento y esperé… Empotrada en una de las cuatro paredes, la biblioteca la ocupaba toda. En el resto del recinto destacaban varios gabinetes de espectaculares maderas conteniendo colecciones de objetos valiosos. Alguien tocaba el piano de manera sublime desde una de las tantas habitaciones.

Al cuarto de hora por fin llegó el viejo usando careta y mascarilla. Enfundado en una bata de lana a cuadros rojos y azules, sus pantuflas me lucieron ridículamente infantiles, cada una con loritos verdes de adorno que se movían a cada paso silencioso del famoso político; algo desaliñado, por lo que aún, siendo casi mediodía, intuí no había practicado el baño. Me estrechó la mano vigorosamente, cosa que no calculaba en él, por su tradicional aspecto enclenque y enfermizo. Luego, sin esperar tanta confianza y tono coloquial en él, dijo:

Venga, hombre, un «abraciño», que ésta sólo es una «gripeciña», —vociferó, parodiando a Jair—. ¿Ha desayunado?

—No, aunque sea la hora de almorzar, no... mi maestrito.

Tomó una de tantas campanillas que tenía por doquier y llamó a Sonia, parte del servicio, y ordenó café, jugo de naranja y dos emparedados de mano de piedra con rodajas de tomate, lechuga y queso Cheddar.

—¿Y ese piano?

—Ah, mi amigo Jacques. Suzanne y yo le adoramos. Vino desde ayer a tomar un vinito y aquí seguimos.

—Sí, Sagot... un lujo de músico.

—¡Cómo ninguno en la faz de la Tierra!

—Pues será... de ser el único.

Y el viejo empezó a contar su historia que presento en letra de carta:

Aconteció hace muchos años… Por eso todo lo que voy a decir necesito vaya con algo de metáfora, así, espero, el que desee entender debe aplicar más de sus cinco sentidos.

En una curva del destino, la última, pude escabullirme de dos hombres de negro que me conducían a esa pequeña, pero gran ciudad a la que sólo los suicidas anhelan viajar.

Ahora lo veo de nuevo: el grandullón rubio dirigía el coche; el otro, trigueño y de mediana estatura, junto a mí, en el asiento trasero de la limusina negra… 

Ese viaje era todo de negro, hasta los árboles y plataneras con sus grandes racimos, las vacas y algunas gallinas negras correteadas en un solar por un gallo negrísimo de gran cresta roja y ojos fosforescentes (ante esa escena había recordado a Rasputín). Como sombras amargas, flacas mujeres abúlicas y famélicos niños caminaban de la mano al lado de las cunetas hacia el sur, siempre el sur. Pensé en Él y sólo atiné a decirme: «Tamaño alienígena, ¡ay, Cristo Negro de Esquipulas, resucítame, no importa el precio!».


Pasábamos el infausto puente negro del río, y el chofer de espejuelos oscuros volteó e imprimió una sonrisa macabra a su colega con idénticos lentes, entonces algo dijo éste, casi en un susurro a mi oído:

—Te estás acordando cabrón, te estás acordando y acojonando…

—¿De qué? —le respondí en un gemido trémulo.

La verdad es que apenas podía contener mis cuatro extremidades temblorosas, pero tratando de parecer el valiente y despistado.

—No te hagás el guapo, ya lo sabés…, de los trescientos ochenta y cinco muertos del año 26.

—Pues no sé de qué me está hablando usted, yo sólo aspiro a devolverme de aquí. Hasta ahora ignoraba La Parca subcontrate a los de su estirpe a fin de realizar «el trabajo sucio». Vea…

Y abrí mi maletín negro ejecutivo, tan apretado de fajos de billetes de la más alta denominación, que tres o cuatro mazos cayeron sobre los relucientes zapatos negros del tipo.

—¡Conque tenemos soborno! Muy bonito, muy bonito, lo de casi siempre: entre más pendejos son los ricos tacaños, más lana ofrecen a última hora en este postrero recodo del destino —me contestó el cancerbero secuestrador.


—¡Así son los hijos de la chingada grande, pero a semejante «hp» le cogió tarde y nosotros no somos la Maripepa! —le replicó el otro al volante. 

Y rieron de lo lindo en un tono lúgubre y fatal, mientras tanto me consumía de terror, atento a lo que esos verdugos decidieran hacer conmigo.


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En estas estábamos cuando pude quitar el seguro de la portezuela… Así lo recuerdo como si me acabara de suceder: esperé unos segundos a que viniera otra tanda de blasfemias de los dos violentos en contra de mi sagrada y laureada vida y, sigiloso, moví la manija…

La hoja del Mercedes-Benz abrió lentamente sin producir ruido alguno y, afirmándome con fuerza de donde mejor pude agarrarme, me lancé sobre unos arbustos en esa última curva del destino de la que sabemos nadie retorna. 

O eso se creía… «Si así de flojos son los hombres de negro, más de un colega se le ha "escapado" en este horroroso tramo del camino», cavilé. 

Iba dando tumbos por aquel paraje todito de negro hacia no sé qué abismo, temiendo lo peor. También, recordé, el dineral en mi maletín que alistó mi hermano Rodrigo, asumiendo, los fanfarrones hombres de negro de seguro se hacían de la vista gorda ante aquella sarta de fajos, mi salvavidas: billetes nuevecitos de cien dólares americanos, ¡una fortuna!


Más o menos, esa fue parte de la historia relatada. Apenas terminábamos de desayunarnos y el expresidente fue presa de seguidilla de eructos rematados por un pedo, tan fuerte, que no hubo necesidad de avisar a Sonia, que ya venía con una copa de agua y lo que parecía una pastilla de Alka-Seltzer negra consumiéndose.

Entonces acordamos reunirnos el sábado siguiente.

*

Ese día, idéntico resultó el preámbulo de la primera cita: guardaespaldas, piano (pero esta vez alguien interpretaba con torpeza a Beethoven), Sonia, emparedados, jugo, café, sillón negro…

Seguro que Jacques no tocaba el piano... y sólo escuché a Suzanne hablando por teléfono con un tal Toño, que si Toñito aquí y allá... luego «saludos a Nurita y Andreíta»...





Por fortuna el Nobel de la Paz no me hizo esperar. Sin más, apareció tras abrirse intempestivamente su biblioteca como si se tratara de puertas corredizas.

—¡Oh, padre santo, que me ha asustado usted! —exclamé conmocionado. 

—Uno tiene sus mañas, Ruffinito, disculpas. Mientras comemos, retomemos pues, por donde dejamos la historia:

Se han sucedido los años y no paro de reflexionar en ese incidente. Yo no deseo ver el rostro de la Muerte al final del camino, prefiero sobornar a sus lugartenientes hombres de negro y darle largas, lo más que pueda, a ese inexorable destino. 


Lo que no deja de sorprenderme es el mayúsculo grado de codicia exhibida por estos tipos, no atesorando ni una pizca de misterio, la principal característica que los destaca y hace famosos. 

«Así nos ocurre con algunos seres que idolatramos y deseamos conocer, para luego, cumplida y satisfecha la ilusión, constatar son una reverenda porquería», me planteó con ironía esta madrugada Suzanne. Tras las denuncias falsas de varias vividoras, mi amorcito no ha estado contenta que digamos, y todo ha venido a mal. 


Aunque, de resultar honestos estos murciélagos escurridizos, estaría bien muerto e igual sin mi plata.

Ciertamente, el dinero no es el elixir de la eterna juventud, pero, aunque ya me vea viejo, extrañamente viejo, al menos existo, respiro, mi alma genera ilusiones como cualquier fulano de veinte años. Y todo esto, gracias a los “misteriosos” hombres de negro que me colocan ahora en un pedestal junto a un selecto grupo de clientes de lujo a nivel mundial. Ya sabes, escritor, tipos como Trump, Putin, George Soros, Carlos Slim, Elon Musk, Bill Gates, los Clinton, la reina Isabel…

Maestro, disculpe le interrumpa, pero... ¿Y qué hay con el caso del magnate Steve Jobs en 2011... con tanto dinero no pudo sobornar a los hombres de negro? 

Bueno, sí, 56 añitos, mas, sabemos, La Parca es irreductible y fulminante cuando se trata de cáncer de páncreas, así de simple, suena raro pero es la realidad, por demás desgraciadamente ridícula 

Oh... atiné a decir—. Siga usted, comprendo, pobre Steve.

¡Sigo!

...Se da por sentado, estos enigmáticos seres de negro son la máxima atracción paranormal y esotérica del orbe: unos dicen se trata de agentes del Gobierno de los Estados Unidos de América, otros que una rara variante de ángeles interventores cuya única finalidad es salvaguardar al planeta de la avaricia humana…

Otros que son extraterrestres cuya misión guarda infinitos motivos indeterminados, uno de ellos custodiar este semillero biológico cósmico, una especie de granero azul del que se valen para sembrar en otros sistemas el ADN de las especies, oxígeno, minerales, agua…

¡Eso dicen, yo no lo sé!

Pero... yo creo los hombres de negro o gente oscura, al menos en esta variante que conozco muy bien, no guardan ni un ápice de su romanticismo gótico legendario. Si existe otra raza de ellos tampoco lo sé ¡y me importa un pepino! 





Las masas alienadas de este mundo ignoran, semejantes tipos, que, a decir verdad, parecen más humanos que usted o yo, hacen de todo si la paga es buena: tumban gobiernos, crean pandemias, desaparecen gente…

¡Pobres los pobres de este mundo, pobres!

Dicho esto, querido Ruffino, no debe guardar aprensión en nada para componer y publicar esta historia.

Ellos son algo despistados y lo único que les importa es ir tras el dinero de los magnates que ya ha señalado La Muerte, así que no temo por mi suerte tras relatarle una parte de estas experiencias. Si vienen de nuevo, pues les aumento la bolsa.

Tal vez me declaren insano mentalmente y persigan tanto como a Julian Assange, pero lo seguro es que yo, O.A.S., seguiré vivito y coleando.

Hasta el próximo sábado y a la misma hora. Ya he tenido suficiente.

Noté, el vigor y entusiasmo habían desaparecido en mi esclarecido confidente. La reunión de trabajo no se alargó como esperaba, por su estado, y porque creí entender, José (el de la seguridad), le avisó de una llamada telefónica urgente desde Inglaterra. 


Pero los hombres de negro resultaron poco «despistados»: el gran estadista, y es ya noticia, fue encontrado este miércoles en el fondo de su alberca.


A causa del inesperado desenlace de esta relación laboral, estrictamente literaria, asustado y con la mitad de la paga, preferí apenas intervenir su relato, si acaso a fin de darle forma a algunas ideas aclarando lo que él pretendía entiendan todos y omitiendo algunos nombres, igual, encubriendo a través de figuras literarias ciertos episodios de esos hechos, tal como indicara.

Si algo más me iba a revelar en la próxima reunión de trabajo, pues su tumba guardará el secreto eternamente.

Descanse en paz.

FIN

***

De mi libro de cuentos "Golpes bajos" (2020).

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